sábado, 31 de mayo de 2008

La gran Romina


Recuerdo que cuando iba a la escuela, allá en mi querido y lejano Bernal, el mayor logro que uno podía esperar como alumno era el de, al final de la primaria, ser abanderado; o escolta del abanderado en su defecto. Eso si uno pertenecía al grupo de los llamados "tragalibros", esa gente que se pasa la infancia haciendo la tarea y estudiando para sacarse nueves o dieces y para recibir la felicitación de la maestra. Digamos que yo no era exactamente así, pero que siempre tuve bastante suerte en cuanto a estudiar se trataba. Hacía la tarea a veces con gusto, a veces con desgano, pero la hacía lo mejor posible. Cuando tenía que dar lección de algo del manual, por ejemplo "El aparato digestivo", sólo me bastaba con leerlo y repasarlo un par de veces para que la información me quedara en la memoria, ya que debido a mi precoz interés por la lectura siempre me ponía a leer los capítulos del libro del colegio que me parecían más interesantes antes de que la maestra los diera en clase.

Resulta que cuando llegué a séptimo grado y con mis 12 años recién cumplidos, allá a mediados de los '90, aquel sueño de todo buen estudiante se me cumplió. La fecha era importantísima, tenía que ser abanderada en el acto del 9 de julio, día de la Independencia Argentina. No podría haber sido mejor. Mi madre y mi hermano, en ese entonces un niño de 8 años, me verían allí, en aquel lugar privilegiado, y se sentirían orgullosos de mí.

Finalmente llegó el momento. Llegué a la escuela más temprano de lo normal, abrigada hasta las narices con bufandas y pulóveres que me había obligado a poner mi mamá. Apenas se asomaba el sol y, a pesar del intenso frío, se vislumbraba que sería un día muy bueno.

En unos pocos minutos empezaron a llegar los primeros espectadores, niños con sus padres, hermanos y abuelos; y junto con ellos aparecieron mis nervios.

De un momento a otro mi hermano se fue con sus compañeros, y mi madre entró al salón de actos para buscar una buena ubicación; mientras yo quedaba a merced de la maestra que me daba indicaciones expresas de cómo sostener la bandera y de cómo debía ser mi postura para demostrar mi patriotismo y la honra que me producía estar ahí.

En un instante me prepararon. Me pusieron la banda, de un terciopelo muy suave, y me dieron la bandera, de una tela delicada y tersa, con un sol bordado con hilos dorados que destacaba en la franja blanca como el sol en el cielo, el asta de una madera muy brillante y en el extremo superior, un adorno metálico. Así como lo cuento, todo parece perfecto, pero había un problema. A pesar de tener 12 años, era bastante delgada, una de las más pequeñas de la clase; y la bandera que yo tenía que sostener me resultaba un tanto pesada y difícil de llevar.

La directora empezó a hablar en el salón de actos, mientras yo y los dos escoltas que iban a mi lado esperábamos afuera para entrar. En aquel momento me carcomían los nervios y me hubiera gustado salir corriendo, pero la señal de "... y ahora damos paso a la bandera de ceremonias..." ya había sido dada.

Recordé las indicaciones de mi maestra, erguí mi espalda, puse la bandera en alto y crucé la puerta. Creo que nadie había hecho demasiados cálculos, y yo no iba a imaginarme que aquello podía pasar. La puerta era demasiado baja para entrar con la bandera en alto, y la punta de ésta chocó con la parte de arriba de la puerta e hizo un ruido que destacó en medio del silencio. Luego de eso una lluvia de carcajadas del alumnado inundó la sala y provocó en mí una vergüenza terrible.

En la escuela se acordaron durante mucho tiempo de ese día, e incluso se hacían bromas a los abanderados de futuros actos escolares, -"Tené cuidado, no vaya a ser que hagas la "gran Romina"-, decían.
Eso me daba mucha bronca, pero si me enojaba era peor, por ende opté por resignarme y aceptar las burlas.

Por suerte ese fue el último año de primaria.




martes, 27 de mayo de 2008

¡Hola!


Estoy sola, y, sin embargo, oigo voces. No entiendo lo que dicen, son lejanas, una especie de murmullos. Miro a mi alrededor, pero no puedo ver nada, todo está oscuro. Siento, además, un ruido constante. Me asusta un poco, no sé lo que es, pero al mismo tiempo me reconforta estar aquí. Estoy aquí desde que tengo uso de razón, y, tengo que admitirlo, me gusta. A pesar de las voces y de aquel sonido constante que invade todo el lugar, me siento feliz aquí. Puedo hacer lo que me plazca, y además el ambiente es tibio y húmedo.

De repente, justo en lo mejor de una siesta, siento un ligero temblor que me despierta. Abro mis ojos, aunque es inútil, no veo absolutamente nada. La oscuridad es lo único que veo. Me tranquilizo, y vuelvo a cerrar mis ojos. Otra vez, un nuevo temblor, esta vez más fuerte, no me deja dormir. Empiezo a sentir miedo. Estoy completamente sola, quiero gritar y no puedo. Estoy paralizada. Los temblores siguen, ahora son muchos, y bastante más bruscos. A lo lejos veo un hilo de luz. No entiendo nada. Siento que una fuerza externa a mí me dirije hacia la luz. Quiero llegar, y al mismo tiempo me es difícil atravesar ese túnel, pero la fuerza sobrenatural sigue llevándome hacia allí. Me acerco más y más, quiero ver que hay ahí, y sin embargo tengo pánico. Pero ya es inevitable, estoy cerca, muy cerca...

Una luminosidad excesiva me enceguece, no puedo ver nada, me cuesta demasiado, hay demasiada luz. No sé dónde estoy, estoy perdida, y además, tengo frío, mucho frío. Quiero volver atrás, pero ya es demasiado tarde. Tengo miedo, y me largo a llorar desconsoladamente. Pero mientras estoy llorando oigo una voz, esta vez muy nítida, y que dice algo así como:
- Señora, la felicito. Tuvo usted una nena.-