Recuerdo que cuando iba a la escuela, allá en mi querido y lejano Bernal, el mayor logro que uno podía esperar como alumno era el de, al final de la primaria, ser abanderado; o escolta del abanderado en su defecto. Eso si uno pertenecía al grupo de los llamados "tragalibros", esa gente que se pasa la infancia haciendo la tarea y estudiando para sacarse nueves o dieces y para recibir la felicitación de la maestra. Digamos que yo no era exactamente así, pero que siempre tuve bastante suerte en cuanto a estudiar se trataba. Hacía la tarea a veces con gusto, a veces con desgano, pero la hacía lo mejor posible. Cuando tenía que dar lección de algo del manual, por ejemplo "El aparato digestivo", sólo me bastaba con leerlo y repasarlo un par de veces para que la información me quedara en la memoria, ya que debido a mi precoz interés por la lectura siempre me ponía a leer los capítulos del libro del colegio que me parecían más interesantes antes de que la maestra los diera en clase.
Resulta que cuando llegué a séptimo grado y con mis 12 años recién cumplidos, allá a mediados de los '90, aquel sueño de todo buen estudiante se me cumplió. La fecha era importantísima, tenía que ser abanderada en el acto del 9 de julio, día de la Independencia Argentina. No podría haber sido mejor. Mi madre y mi hermano, en ese entonces un niño de 8 años, me verían allí, en aquel lugar privilegiado, y se sentirían orgullosos de mí.
Finalmente llegó el momento. Llegué a la escuela más temprano de lo normal, abrigada hasta las narices con bufandas y pulóveres que me había obligado a poner mi mamá. Apenas se asomaba el sol y, a pesar del intenso frío, se vislumbraba que sería un día muy bueno.
En unos pocos minutos empezaron a llegar los primeros espectadores, niños con sus padres, hermanos y abuelos; y junto con ellos aparecieron mis nervios.
De un momento a otro mi hermano se fue con sus compañeros, y mi madre entró al salón de actos para buscar una buena ubicación; mientras yo quedaba a merced de la maestra que me daba indicaciones expresas de cómo sostener la bandera y de cómo debía ser mi postura para demostrar mi patriotismo y la honra que me producía estar ahí.
En un instante me prepararon. Me pusieron la banda, de un terciopelo muy suave, y me dieron la bandera, de una tela delicada y tersa, con un sol bordado con hilos dorados que destacaba en la franja blanca como el sol en el cielo, el asta de una madera muy brillante y en el extremo superior, un adorno metálico. Así como lo cuento, todo parece perfecto, pero había un problema. A pesar de tener 12 años, era bastante delgada, una de las más pequeñas de la clase; y la bandera que yo tenía que sostener me resultaba un tanto pesada y difícil de llevar.
La directora empezó a hablar en el salón de actos, mientras yo y los dos escoltas que iban a mi lado esperábamos afuera para entrar. En aquel momento me carcomían los nervios y me hubiera gustado salir corriendo, pero la señal de "... y ahora damos paso a la bandera de ceremonias..." ya había sido dada.
Recordé las indicaciones de mi maestra, erguí mi espalda, puse la bandera en alto y crucé la puerta. Creo que nadie había hecho demasiados cálculos, y yo no iba a imaginarme que aquello podía pasar. La puerta era demasiado baja para entrar con la bandera en alto, y la punta de ésta chocó con la parte de arriba de la puerta e hizo un ruido que destacó en medio del silencio. Luego de eso una lluvia de carcajadas del alumnado inundó la sala y provocó en mí una vergüenza terrible.
En la escuela se acordaron durante mucho tiempo de ese día, e incluso se hacían bromas a los abanderados de futuros actos escolares, -"Tené cuidado, no vaya a ser que hagas la "gran Romina"-, decían.
Eso me daba mucha bronca, pero si me enojaba era peor, por ende opté por resignarme y aceptar las burlas.
Por suerte ese fue el último año de primaria.
Resulta que cuando llegué a séptimo grado y con mis 12 años recién cumplidos, allá a mediados de los '90, aquel sueño de todo buen estudiante se me cumplió. La fecha era importantísima, tenía que ser abanderada en el acto del 9 de julio, día de la Independencia Argentina. No podría haber sido mejor. Mi madre y mi hermano, en ese entonces un niño de 8 años, me verían allí, en aquel lugar privilegiado, y se sentirían orgullosos de mí.
Finalmente llegó el momento. Llegué a la escuela más temprano de lo normal, abrigada hasta las narices con bufandas y pulóveres que me había obligado a poner mi mamá. Apenas se asomaba el sol y, a pesar del intenso frío, se vislumbraba que sería un día muy bueno.
En unos pocos minutos empezaron a llegar los primeros espectadores, niños con sus padres, hermanos y abuelos; y junto con ellos aparecieron mis nervios.
De un momento a otro mi hermano se fue con sus compañeros, y mi madre entró al salón de actos para buscar una buena ubicación; mientras yo quedaba a merced de la maestra que me daba indicaciones expresas de cómo sostener la bandera y de cómo debía ser mi postura para demostrar mi patriotismo y la honra que me producía estar ahí.
En un instante me prepararon. Me pusieron la banda, de un terciopelo muy suave, y me dieron la bandera, de una tela delicada y tersa, con un sol bordado con hilos dorados que destacaba en la franja blanca como el sol en el cielo, el asta de una madera muy brillante y en el extremo superior, un adorno metálico. Así como lo cuento, todo parece perfecto, pero había un problema. A pesar de tener 12 años, era bastante delgada, una de las más pequeñas de la clase; y la bandera que yo tenía que sostener me resultaba un tanto pesada y difícil de llevar.
La directora empezó a hablar en el salón de actos, mientras yo y los dos escoltas que iban a mi lado esperábamos afuera para entrar. En aquel momento me carcomían los nervios y me hubiera gustado salir corriendo, pero la señal de "... y ahora damos paso a la bandera de ceremonias..." ya había sido dada.
Recordé las indicaciones de mi maestra, erguí mi espalda, puse la bandera en alto y crucé la puerta. Creo que nadie había hecho demasiados cálculos, y yo no iba a imaginarme que aquello podía pasar. La puerta era demasiado baja para entrar con la bandera en alto, y la punta de ésta chocó con la parte de arriba de la puerta e hizo un ruido que destacó en medio del silencio. Luego de eso una lluvia de carcajadas del alumnado inundó la sala y provocó en mí una vergüenza terrible.
En la escuela se acordaron durante mucho tiempo de ese día, e incluso se hacían bromas a los abanderados de futuros actos escolares, -"Tené cuidado, no vaya a ser que hagas la "gran Romina"-, decían.
Eso me daba mucha bronca, pero si me enojaba era peor, por ende opté por resignarme y aceptar las burlas.
Por suerte ese fue el último año de primaria.