jueves, 26 de junio de 2008

Cumpleaños

Es raro festejar mi cumpleaños en un lugar diferente. Acostumbrada al frío de esta época, me vinieron recuerdos del pasado, en los que llegaba a mi casa con la campera, la bufanda y los guantes, muerta de frío, ansiosa por abrir los regalos y recibir las llamadas de familiares y amigos que se acordaban de mí. Se me vinieron a la memoria las tortas que me hacía mi padre cuando todavía vivía. Las llenaba de chocolate, frutillas y crema, como a mí me gustaba. Mamá siempre me preparaba mi comida favorita, y mi hermano me hacía algún pequeño obsequio. Mis abuelos me llamaban desde muy lejos y me saludaban cariñosamente; y mis amigas venían a verme, aunque sea un par de horas, para charlar y estar conmigo.

Hoy todo es diferente. El calor es insoportable, al menos para mí, que prefiero el invierno. Estoy con ropa de verano, en mi casa, bajo el ventilador, en compañía de mi gato, sin saber muy bien qué hacer. Las tortas de mi padre están ausentes, aunque hace algunos años ya que me acostumbré a eso. Las llamadas de mis abuelos tampoco están, tener que marcar tantos números es demasiado complicado para ellos. Las chicas no vendrán a verme esta tarde para tomar mate. A todo eso aún no me adapto.

Al mediodía sonó el teléfono y mi madre, con voz de haberse levantado recién, me dijo:

-¡Feliz cumpleaños, hija!

En aquel momento me dieron ganas de regresar y de estar calentita junto a la estufa con un pulóver puesto. Volver a revivir aquellos cumpleaños llenos de frío, pero también de calor de hogar, rodeada de mi familia, en mi país, en mi lugar.

A la tarde llegó Ferran, que volvió a saludarme por mi aniversario, ya que a la mañana temprano yo estaba demasiado dormida como para prestarle atención. Me dio un gran abrazo y me besó dulcemente. En ese instante me acordé de que aquella era la razón por la que estaba ahí. El amor me había hecho cambiar de continente, irme lejos de mi casa y de mis seres queridos. Por él estoy aquí, y, a pesar de todos mis recuerdos, a pesar de que hoy me gustaría estar en Bernal abrigada hasta las narices, no me arrepiento de estar aquí, aunque haga calor y esté lejos de todo.



viernes, 20 de junio de 2008

Atajos


Si estudiar es un camino, el machete es un atajo (Dicho popular adolescente)


En uno de los posts anteriores describí mi llegada al estrellato estudiantil al final de la escuela primaria. Algunos se habrán pensado que me quemaba las pestañas estudiando, pero no era así. Cuando empecé el colegio secundario, y esto supongo que le habrá sucedido a la mayoría, tenía muchos miedos. Todo era nuevo: los compañeros, la escuela, los docentes. Fue ese año cuando descubrí los machetes. Los primeros años sólo los miraba de fuera, viendo cómo, en tiempos de pruebas, mis compañeros se copiaban, haciendo todo lo posible para pasar de año sin estudiar. Al principio eso me parecía poco ético, aunque más tarde reconocí que tenía un cierto porcentaje de efectividad. Mi primer machete fue muy pequeño. Me había escrito la fórmula del metano en la palma de la mano, que era lo único que no me acordaba.

Hacia la mitad del secundario, me volví más reacia en lo que a estudiar se trataba, y así continuaría hasta el fin de la escuela, ya que había empezado a notar que habían algunas cosas que no me servirían de nada en mi vida posterior. Mis carpetas, siempre tan prolijas, se volvieron un rejunte de papeles llenos de apuntes de todas las materias, y aunque seguía estudiando, ya no lo hacía con las mismas ganas que al principio.

Todos los que estaban en mi grupo de amigos, que a su vez pertenecíamos al grupo de los “traga”, como nos llamaba el resto, también estaban en la misma situación. Lorena, Verónica, Corina, Raquel y Felipe, todos en algún momento, no recuerdo cuando, empezamos a copiarnos, menos Silvina. Ella era la única del grupo que siguió fiel a Domingo Faustino.

En cuarto año tuvimos una profesora de personalidad encantadora, la profesora Figueroa. Era una señora bastante mayor, pero que impartía sus clases de manera muy amena. Se notaba que la enseñanza era lo que más amaba en la vida. Ella nos hacía hacer trabajos prácticos, y sólo nos tomaba una prueba por trimestre. Lo particular es que era la única, y lo fue durante todos mis años como alumna, que nos daba no sólo los temas para estudiar, sino exactamente las consignas de cada uno de los tres temas que hacía. Había que preparar todos, por si acaso. Figueroa permitía sólo tres hojas de carpeta sobre la mesa, además de la de las preguntas. Teniendo todo tan servido, era casi imposible no tentarse. Al principio, creo que la mayoría fuimos cautelosos. Estudiábamos un poco, y el otro poco lo anotábamos en la hoja de atrás, con lo cual sólo nos bastaba levantar un poco la punta de la hoja de las preguntas y ver las respuestas del otro lado. Luego ya empezamos a no estudiar, para depender pura y exclusivamente de nuestras anotaciones. Las técnicas iban mejorando cada vez más. Yo, por ejemplo, el día antes del exámen, me ponía a resumir el texto, y luego lo copiaba en una hoja con letra casi microscópica y transparente, apoyando suavemente el lápiz. Felipe, en cambio, tenía impresora en su casa y copiaba un texto en la computadora, y luego lo imprimía sin tinta. El resultado era un papel lleno de relieves de letras transparentes, incapaz de ser visto por casi nadie. Una genialidad.

Aquel día de octubre estábamos todos un poco nerviosos. La profesora distribuyó el número de temas para cada fila de alumnos. El exámen se desarrollaba en un silencio extremo, sólo se oían los movimientos del papel que hacía cada uno. Pero eso fue demasiado obvio. Figueroa se levantó y se dirigió hacia la fila de nuestro grupo. Levantó el extremo de la hoja de Raquel, que era la primera de la fila, y le descubrió el machete. Siguió con Silvina, que no tenía nada. Luego siguió Lorena, que estaba a mi lado. El problema que tenía la pobre Lorena era que presionaba demasiado el grafito sobre el papel, con lo cual su escritura era de un gris muy oscuro, casi negro. Fue descubierta al instante. Cuando llegó mi turno el corazón me latía con mucha fuerza, y además empecé a transpirar de los nervios. En aquel momento, cuando toda mi familia me consideraba una estudiante excepcional, pude imaginar cómo se enterarían de la noticia, y la decepción que eso les causaría. Lo peor era inevitable. La profesora vería, como en Raquel y en Lorena, las hojas escritas que tenía debajo de las consignas. Vería el trabajo minucioso que me había tomado toda una tarde hacer, en lugar de ponerme a estudiar. Me tomaría de punto y para colmo la teníamos el año que viene.

Figueroa se dirigió hacia mis hojas y yo, resignada, no me resistí. Levantó la primer hoja, miró rápidamente, y siguió de largo. Me quedé temblando. No me había descubierto de milagro. Ni tampoco al resto de los de mi grupo. Siguió controlando y descubrió a varios más. Cuando terminó, se sentó en su silla, sin decir ninguna palabra. Pude ver como una lágrima rodó por su mejilla y cayó luego sobre unos documentos que había en su escritorio. Después se levantó y salió del aula rápidamente. Al día siguiente la preceptora nos comunicó que la profesora Figueroa había renunciado.

Eso provocó en mi algo indescriptible. Jamás podré olvidar aquella mirada vidriosa y llena de amargura. Eso fue lo que hizo que aquella fuera la última vez que me copiaba en clase.




viernes, 13 de junio de 2008

Trotamundos

Recuerdo que desde chica sentí una gran atracción por todo lo que se encontrara muy lejos de mi casa. Me encantaba viajar a otros sitios, distintos a mi entorno. Vivía viajando. Cuando no podía hacerlo de manera física, lo hacía mentalmente. Abría el atlas de la Argentina y me ponía a seguir rutas con el dedo índice. Así fui desde Buenos Aires a La Quiaca y de ahí hasta Ushuaia, pasando por mil lugares, creando en mi cabeza montañas y llanuras, desiertos y playas, ciudades y pueblos.

Con el correr de los años, salí de mi país, y empecé a visitar otros. Me tomé miles de aviones imaginarios y crucé océanos y continentes. Me fuí a Canadá, a Australia, a Venezuela. También conocí parte de Europa y de Asia, y en África hice varios safaris.

En un momento de mi adolescencia, esa etapa de la vida en la que uno es más soñador que en ninguna otra, se me ocurrió irme a vivir a los Estados Unidos cuando fuese más grande. Años más tarde descarté dicho país, y me pareció mejor idea mudarme a alguna nación europea. Mamá me decía que tenía que dejar de fantasear, que nunca podría viajar a esos lugares tan recónditos, ya que para eso hacía falta mucha plata. Y aunque yo sabía que tenía razón, mis ansias de conocer el mundo fueron in crescendo.

Gracias a internet, pude conectarme con gente de otras regiones y conocer un poco cómo eran y cómo vivían. Todas las semanas abría mi casilla de correo electrónico y recibía, con ansias, mails de aquellos amigos virtuales. Sin embargo, el tiempo hizo que dejara eso de lado, y continúe con mi vida “real”, por llamarlo de algún modo. Con la edad me había dado cuenta que era muy complicado viajar y, más aún, vivir en otro país, por lo que me limité a seguir soñando. Y lo seguí haciendo, hasta que el destino de mi vida cambió.

Ahora estoy aquí, escribiendo desde el otro lado del “charco”. Jamás me lo hubiera imaginado, aunque suene contradictorio. Internet, nuevamente, me ayudó a conectarme con otras culturas, con otra gente, y, gracias a eso, tuve la oportunidad de conocer a un ser muy especial. Pero eso ya es otra historia.


lunes, 9 de junio de 2008

El blanquito



Cuando era una niña, los viajes en colectivo me parecían una especie de travesía, y más aún si ibamos a la Capital. Cuando viajábamos sentados, lo disfrutaba mucho, porque iba cómoda y mi mamá siempre me dejaba ir del lado de la ventanilla. Observar el paisaje urbano era, y es aún hoy en día, algo que me atraía muchísimo. Lo malo era cuando nos tocaba ir parados, y peor si era por la mañana temprano. El colectivo lleno de gente, todos apretujados y moviénsose por inercia cada vez que el conductor ponía el pie en el freno, y así durante casi una hora. Eso lo detestaba. Pero bueno, en esa época, los viajes en colectivo sólo eran eso para mí, y no tenía que preocuparme por saber dónde tenía que bajarme o dónde tenía que tomarlo para volver a casa. Sin embargo, esos tiempos duraron lo que un relámpago.

Tuve la suerte, o la desgracia en aquel entonces, de usar ortodoncia, con lo cual mi visita al dentista era muy frecuente. Como el consultorio estaba en el centro, siempre me llevaba mi mamá. El problema fue que ella había conseguido un trabajo, y no podía pedir permiso todas las semanas para llevarme, así que me dijo que la próxima vez que tuviese turno, iría yo sola. Al oir aquellas palabras, el miedo invadió mi ser, y me puse a llorar y a dar patadas al aire como la niña caprichosa que era. ¿Cómo podía ser posible que mi madre, la persona que me cuidaba en todo momento, me dejase abandonada a mi suerte de este modo? Mamá, al ver mi actitud ante esta situación, aplicó sus técnicas de psicología infantil para calmarme:

-Vas a ir igual, te guste o no te guste, ¿entendiste? - me dijo con la mirada seria.

Sí, había entendido perfectamente, no me quedaba otra. Tuve que asumir que iba a embarcarme en un viaje hacia la gran ciudad, hacia un mundo lleno de gente y de lugares desconocidos para mí. Y eso me aterraba. Mamá, que siempre fue muy protectora, también tenía su cuota de miedo, aunque no me lo demostraba.

-Es fácil. Tenés que tomarte el blanquito y bajarte antes de la Casa Rosada. De ahí ya sabés el camino que tenés que seguir -, me dijo.

Aquel jueves por la mañana tenía turno con el odontólogo, y aunque sabía al pie de la letra lo que debía hacer, estaba un poco asustada. Agarré mi mochila, puse los walkman y unos cassettes, y me dirigí hacia la parada del colectivo.

Esperé durante un cuarto de hora hasta que finalmente el blanquito apareció. En realidad era el 159, pero la gente le decía así cariñosamente porque era de color blanco. Subí, saqué mi boleto y me senté en un asiento del lado de la ventanilla. Poco a poco el colectivo se fue llenando.

Luego de haber cruzado el
Riachuelo, decidí no despegar mis ojos de la ventana, no quería pasarme ni bajarme antes de lo debido. Vi el Parque Lezama y la Facultad de Ingeniería. El ómnibus ya estaba casi vacío, cuando de repente, en el horizonte la ví. Era lo que me indicaba que tenía que descender. Toqué timbre, mientras me preguntaba qué estaría haciendo el presidente en aquel edificio tan bonito.

Llegué al consultorio del dentista sin problemas, y en más o menos una hora estaba fuera. Busqué la parada para regresar a mi casa y tomé el colectivo de vuelta. Me sentía muy bien porque todo había salido perfecto. Además, el temor había pasado. Puede que parezca una tontería, pero en aquel momento me sentía la dueña del mundo. Había viajado sola, con 12 años, a la Capital, y eso para mí había sido toda una hazaña. Me senté atrás de todo, esta vez el colectivo estaba prácticamente vacío. Con una sonrisa en mi rostro saqué los auriculares y me puse a escuchar un cassette de Roxette que encontré en la mochila .



miércoles, 4 de junio de 2008

Las edades de mi padre



Mi padre se llamaba Julián, pero pocos sabían ese dato. Es más, la gran mayoría de la gente lo conocía como Julio, que era como lo llamaba mi madre. Supongo que era una especie de metáfora de lo que era él en realidad, una persona
misteriosa. Nunca supe demasiado de él, ni de su pasado, ni siquiera de lo que pensaba de mi hermano o de mí. Lo poco que sé lo fui armando con recortes mentales de cosas que de vez en cuando contaba sobre sí mismo, pero lo que tengo es una especie de collage bastante dudoso.

Uno de los factores que lo hacían tan misterioso, por ejemplo, era su edad. Cuando le preguntaba por eso, se reía, pero desviaba la conversación hacia otro lado y nunca me decía lo que yo necesitaba saber. Una vez, cuando tendría unos 7 u 8 años, acompañé a mi madre a la panadería a comprar una torta para festejar el cumpleaños de mi padre y pregunté:

- Má, ¿cuantos años cumple papá?
- 36.
- ¿Cómo vos?
- Sí.

Como siempre tuve buena memoria, a partir de ese día recordé que ambos tenían la misma edad, y todo me resultó más fácil.

Un par de años más tarde, mi padre había decidido invitar a una pareja de amigos para su aniversario. Eran bastante amables y además muy alegres, y cuando me preguntaban cuanto cumplía mi padre, y yo les decía 38, se reían con ganas. No entendía exactamente muy bien por qué lo hacían, pero pensaba que era una manera de decir "que simpática es la nena" sin palabras.

Un tiempo después surgió algo que me dejó perpleja. Era una mañana de vacaciones de invierno y estaba en mi casa con mi mamá, mi hermano y una vecina que se había cruzado a tomar mate y a contar las últimas novedades del barrio. Yo estaba ahí, desayunando mi té con leche y galletitas, con el pijama aún puesto, y sin meterme en la conversación, pero prestando mucha atención a lo que comentaban. Mis padres siempre nos decían a mí y a mi hermano que no debíamos entrometernos en conversaciones de adultos porque era de mala educación. Sin embargo, no podían prohibirme que escuchase. Hablaron de los vecinos nuevos, de la vieja que tenía el almacén en la esquina, y de la que vivía en la otra cuadra; hasta que llegó el turno de mi padre. Como era un tanto chica, me perdí un gran porcentaje de la charla, pero con la información que pude rescatar deduje que mis padres no tendrían la misma cantidad de años. Tenía que sacarme la duda, no podía quedarme callada en aquel momento, entonces pregunté a mamá si papá tenía su misma edad. Mi madre y la vecina se miraron de manera cómplice, pero sin saber muy bien qué decir. Entonces, en ese instante, la inocencia me jugó una mala pasada, y le dí a mi madre lo que necesitaba para saber qué responder:

- ¿Papá es menor que vos?
- Sí..., tu papá tiene 2 años menos que yo.

Viniendo de una familia bastante prejuiciosa, en la que el hombre, entre otras cosas, debía tener mayor o igual edad que la mujer, y no viceversa, ese hecho me escandalizó. Internamente estaba muy confundida y sin saber la verdadera edad de mi padre. No obstante, me quedé con esa última información.

El tiempo fue transcurriendo tranquilamente, y yo me convertí en una adolescente a punto de cumplir los 15 años. Un día, mi padre me pidió que lo acompañase a un hipermercado que había en Quilmes Oeste, porque teníamos que comprar algunas cosas para mi cumpleaños, que sería en unos pocos días.

Ya en la caja, luego de haber puesto todo en las bolsas, la cajera le preguntó a mi padre si no quería unos cupones para un sorteo de no sé qué electrodoméstico. Mi padre asintió, y me los dió para que los llene porque yo tenía mejor letra. Como era menor, los únicos datos que servirían eran los de mi padre. Empecé por el nombre, puse la dirección, el teléfono, pero el casillero de la fecha de nacimiento estaba incompleto. Tenía el día y el mes, pero me faltaba el año. Hice algunos cálculos mentales, pero mis dudas, que habían estado reprimidas durante tanto tiempo, resurgieron, y no me quedó otra opción que preguntarle el año en el que había nacido. Me lo dijo, pero en un tono tan bajo, que para mí fue inaudible, y tuve que pedirle que me lo repitiera.

- 1936 -, me dijo.

Me quedé helada. La edad que mi padre decía tener eran casi 20 años menos de los que en realidad tenía. En aquel momento todo cobró sentido. Las risas de sus amistades, las miradas cómplices de mi madre y la vecina. Todo el mundo me había estado engañando y riéndose de mí, y lo que es peor aún, en mi propia cara. Y para colmo me enteré de la manera más absurda. Aquella mentira me produjo un asco terrible, me sentí estafada por la gente en quien confiaba, especialmente mi madre y mi padre. No podía creer que con algo tan irrelevante como la edad se pudiese generar una mentira tan horrible.

Cuando me dí cuenta estaba sentada en el asiento delantero del coche, con los ojos llenos de lágrimas de bronca. No emití palabra alguna en todo el viaje de regreso a casa.