miércoles, 30 de julio de 2008

Del otro lado del océano (Episodio I: Una nueva esperanza)


Aún estaba oscuro cuando sonó el despertador. Me levanté y me dí cuenta de que hacía mucho frío pero, aunque me hubiera gustado quedarme en la cama, tuve que salir. Mi madre se levantó conmigo, llenandome la cabeza con sus paranoias. Sin embargo, no le presté demasiada atención. Me vestí, desayuné rápidamente y me fui a la parada del 22. Por suerte no estaba tan lleno y pude conseguir un asiento. Tenía que irme hasta Retiro y ahí tomar otro colectivo hacia el aeropuerto. Cuanto más cerca estaba más se incrementaban mis nervios. Lo había visto en fotos, había escuchado su voz y me había gustado, pero personalmente las cosas suelen ser bastante diferentes. Habíamos charlado mucho y coincidimos en que él era responsable de sus actos si algo fallaba.

Cuando llegué a Ezeiza ya había amanecido. Entré y miré hacia todos lados. No lo ví. Caminé de un extremo al otro de la terminal, pero no pude encontrarlo. En ese instante oí mi celular:

-Hola, dónde estás?
-Hola, estoy en el aeropuerto, en la terminal de llegadas.
-Bien, yo estoy en la otra punta.
-Bueno, voy para allá-, dije mientras caminaba con celeridad hacia el lugar indicado.
-Ya te veo.
-¿Dónde estás? Yo no puedo verte-... "porque hoy no me puse los anteojos", pensé.
-Llevas una chaqueta, una bufanda azul y unas botas.

En ese momento lo vi con cara de cansado y con sus pantalones de verano que no eran muy adecuados para los 2º C que hacían afuera. Nos saludamos con un abrazo y luego, medio avergonzado, de su mochila sacó una rosa un tanto maltrecha por el viaje, lo que me pareció un detalle muy dulce de su parte. Me la dió, y con ella me miró a los ojos y me dió un beso.

***

Las dos semanas que iba a estar en Buenos Aires se terminaron transformando en cuatro. A pesar de que todo estuvo bien, el momento de la separación nos trajo dudas sobre si íbamos a volver a vernos pronto y lo que podría pasar en el medio. Todo era complicado, más que nada la distancia. Había encontrado a alguien que se parecía mucho a mí, que compartía mis locuras y con quien disfrutaba mucho hablar. Alguien que me daba una nueva esperanza, aunque estuviera del otro lado del océano.



miércoles, 16 de julio de 2008

Recuerdos pixelados

Un domingo decidimos ir con Ferran al Mercat de Sant Antoni, un lugar en donde se venden, entre otras cosas, libros, películas, revistas y juegos usados. Buscábamos un juego para la Game Boy, y lo encontramos. Aquel videojuego era exactamente igual al que yo jugaba cuando era chica, pero en la pantalla del televisor, creo que por eso lo quería. Ese día estuve toda la tarde entretenida. Este juego me había traído recuerdos de mi infancia, y me hizo rememorar unos cuantos que también disfrutaba. Algunos que se me vienen a la memoria, como el Pac-Man o el Tetris, se iban complicando poco a poco, aunque la base del juego era básicamente la misma. En otros había un personaje que tenía que ir cumpliendo misiones en diferentes niveles, hasta llegar al último, en el que tenía que matar a algún monstruo, o rescatar a alguien para conseguir ganar. Entre éstos se encontraban el Super Mario, el Circus, tal vez el Donkey Kong, Mappy, Ice Climber o el Adventure Island, que tenían tramas más “complicadas” y, de alguna manera , había que hacer que el personaje en cuestión le tire bolas de fuego a tortugas voladoras, haga equilibro sobre pelotas gigantes en un circo, sortee barriles rodantes arrojados por un gorila, recoja todas las cosas de una casa sin ser visto por los gatos que la vigilan, suba a lo alto de una montaña rompiendo el hielo y eliminando pingüinos o vaya por la selva como si fuese Tarzán tirando martillazos a monos y serpientes, recogiendo fruta para ganar tiempo y rompiendo, literalmente, los huevos en el camino.

Me había resultado muy complicado juntar el dinero para comprarme la consola, pero por suerte, después de tanto ahorrar, la tuve en mis manos. Era ovalada, de color rojo y blanco. En la escuela, entre los que teníamos la suerte de poseer aquel dispositivo, se generaban discusiones sobre si cual era la original, la que tenía yo o la cuadradita del mismo color, aunque lamentablemente nunca llegábamos a ninguna conclusión al respecto.

Un día, no hace mucho, descubrí que ninguna de las dos resultaba ser la genuina. Ferran nunca había oído hablar de estas consolas aquí en Europa, aunque sí de los juegos, e investigando en internet descubrimos cual era la verdadera, que era descolorida y cuadrada, sin la gracia de las otras, que resultaron ser un invento pirateado bien nuestro.

Sin embargo, la ilusión que teníamos mi hermano y yo al conectarla cada tarde después de la merienda y jugar un rato sentados en el piso, frente a la tele, pasando el tiempo entre risas y dando saltos en un mundo lleno de hongos y plantas carnívoras; nos hacía felices, sin importarnos demasiado la opinión de los demás.



miércoles, 9 de julio de 2008

9 de Julio


Era una tarde gélida de invierno, de esas en las que la mayoría de la gente se queda encerrada en sus casas. No obstante, decidimos salir a hacerle frente a las inclemencias del tiempo. Llovía ligeramente y había viento.

"Es una buena tarde para ir al cine", dijimos.

Salimos de casa y nos dirigimos a la parada del colectivo. Para ese momento la garúa se veía más pesada y caía erráticamente sobre nosotros. Con el correr de los minutos el frío empezó a penetrar nuestros abrigos, hasta llegar a nuestros huesos. Esperamos casi media hora y, derrotados, decidimos volver. En el camino de regreso vimos que la extraña llovizna que nos azotaba en forma constante dio paso a algo que se veía un tanto más grande que una gota de lluvia y que no descendía de forma rápida, sino que suavemente se posaba sobre las plantas, los árboles, las casas y sobre nosotros mismos, que éramos los únicos que en ese momento estábamos fuera. Los tres creímos que se trataba de nieve, pero nadie se animó a decirlo por temor al ridículo.

"Es imposible, estamos en Buenos Aires", pensé, aunque en mi rostro y en el de los demás se dibujaba una sonrisa imposible de disimular.

Cuando entramos a casa mi madre, preocupada, nos preguntó el por qué de nuestro retorno.

"Está nevando" le respondimos a coro, pero como era de esperar, no nos creyó. Encendimos el televisor, y efectivamente confirmamos nuestras sospechas. "NIEVA EN BUENOS AIRES" decían los titulares. Inmediatamente salimos a la calle. Nevaba cada vez más copiosamente y los vecinos y los niños del barrio aparecieron para ver aquel espectáculo maravilloso. Mi madre se sacó el pijama, rápidamente se puso la ropa más adecuada que encontró en su armario y salió. Al igual que la mayoría, ella nunca había visto nevar y, como todos los que estábamos presenciando ese fenómeno, tenía un brillo de ilusión en su mirada.

Cada tanto entrábamos a casa para ver el noticiero y enterarnos de lo que sucedía en otras partes de Buenos Aires. La sensación era la misma en todos lados. La alegría se reflejaba en las caras de la gente, las risas eran tan blancas y radiantes como los copos que estaban cayendo sobre las plazas y jardines. Todavía recuerdo la picardía de aquel chico que se puso a tomar sol en traje de baño como si fuera enero y estuviera en la Bristol.

La fiesta siguió hasta el anochecer, momento en el cual la nieve empezó a ser más fuerte, haciendo que todo se viese más claro aún. A nadie parecía importarle el intenso frío. Los grandes jugaban a la par de los niños, lanzándose bolitas o armando figuras de diferentes tamaños y formas. Algunos sacaban fotos y los abuelos sólo miraban desde las ventanas.

***

Al día siguiente salió el sol y la nieve ya se había evaporado. En algunas esquinas se podían ver restos derretidos de lo que horas atrás habían sido muñecos. Todo se había desvanecido, como si hubiese sido un sueño. Sin embargo, los rastros de aquel día seguirán en mi memoria y en la de todo el que haya estado ahí, aquel 9 de julio de 2007, en el que todo el mundo fue feliz, al menos por un día.