lunes, 9 de junio de 2008

El blanquito



Cuando era una niña, los viajes en colectivo me parecían una especie de travesía, y más aún si ibamos a la Capital. Cuando viajábamos sentados, lo disfrutaba mucho, porque iba cómoda y mi mamá siempre me dejaba ir del lado de la ventanilla. Observar el paisaje urbano era, y es aún hoy en día, algo que me atraía muchísimo. Lo malo era cuando nos tocaba ir parados, y peor si era por la mañana temprano. El colectivo lleno de gente, todos apretujados y moviénsose por inercia cada vez que el conductor ponía el pie en el freno, y así durante casi una hora. Eso lo detestaba. Pero bueno, en esa época, los viajes en colectivo sólo eran eso para mí, y no tenía que preocuparme por saber dónde tenía que bajarme o dónde tenía que tomarlo para volver a casa. Sin embargo, esos tiempos duraron lo que un relámpago.

Tuve la suerte, o la desgracia en aquel entonces, de usar ortodoncia, con lo cual mi visita al dentista era muy frecuente. Como el consultorio estaba en el centro, siempre me llevaba mi mamá. El problema fue que ella había conseguido un trabajo, y no podía pedir permiso todas las semanas para llevarme, así que me dijo que la próxima vez que tuviese turno, iría yo sola. Al oir aquellas palabras, el miedo invadió mi ser, y me puse a llorar y a dar patadas al aire como la niña caprichosa que era. ¿Cómo podía ser posible que mi madre, la persona que me cuidaba en todo momento, me dejase abandonada a mi suerte de este modo? Mamá, al ver mi actitud ante esta situación, aplicó sus técnicas de psicología infantil para calmarme:

-Vas a ir igual, te guste o no te guste, ¿entendiste? - me dijo con la mirada seria.

Sí, había entendido perfectamente, no me quedaba otra. Tuve que asumir que iba a embarcarme en un viaje hacia la gran ciudad, hacia un mundo lleno de gente y de lugares desconocidos para mí. Y eso me aterraba. Mamá, que siempre fue muy protectora, también tenía su cuota de miedo, aunque no me lo demostraba.

-Es fácil. Tenés que tomarte el blanquito y bajarte antes de la Casa Rosada. De ahí ya sabés el camino que tenés que seguir -, me dijo.

Aquel jueves por la mañana tenía turno con el odontólogo, y aunque sabía al pie de la letra lo que debía hacer, estaba un poco asustada. Agarré mi mochila, puse los walkman y unos cassettes, y me dirigí hacia la parada del colectivo.

Esperé durante un cuarto de hora hasta que finalmente el blanquito apareció. En realidad era el 159, pero la gente le decía así cariñosamente porque era de color blanco. Subí, saqué mi boleto y me senté en un asiento del lado de la ventanilla. Poco a poco el colectivo se fue llenando.

Luego de haber cruzado el
Riachuelo, decidí no despegar mis ojos de la ventana, no quería pasarme ni bajarme antes de lo debido. Vi el Parque Lezama y la Facultad de Ingeniería. El ómnibus ya estaba casi vacío, cuando de repente, en el horizonte la ví. Era lo que me indicaba que tenía que descender. Toqué timbre, mientras me preguntaba qué estaría haciendo el presidente en aquel edificio tan bonito.

Llegué al consultorio del dentista sin problemas, y en más o menos una hora estaba fuera. Busqué la parada para regresar a mi casa y tomé el colectivo de vuelta. Me sentía muy bien porque todo había salido perfecto. Además, el temor había pasado. Puede que parezca una tontería, pero en aquel momento me sentía la dueña del mundo. Había viajado sola, con 12 años, a la Capital, y eso para mí había sido toda una hazaña. Me senté atrás de todo, esta vez el colectivo estaba prácticamente vacío. Con una sonrisa en mi rostro saqué los auriculares y me puse a escuchar un cassette de Roxette que encontré en la mochila .



No hay comentarios: