martes, 2 de septiembre de 2008

Mayra


Llegaste a mi vida cuando tenías cuatro años, aunque ya a esa edad eras toda una adulta. Tus dueños, quienes vivían en la casa contigua, no podían hacerse cargo de vos ya que eras demasiado grande para el lugar al que iban a mudarse. Por eso decidimos tenerte.

Tu primer día en tu nuevo hogar fue un poco duro. La angustia que te invadía hizo que te pasaras toda la noche aullando de pena. A la mañana siguiente empezaste a olfatear todo lo que encontrabas a tu paso, y de a poco fuiste acostumbrándote a esos olores, a esos sonidos y a esas voces que ya no te resultaban tan desconocidas.

Cuando mamá quiso que formes una pareja, a esos perros que te presentaba, tan elegantes, tan esbeltos, tan puros, los despreciabas. Tu indiferencia hacia esos canes hizo que éstos desistieran de conquistarte. En lugar de eso preferías a Quico, un pequinés que vivía a la vuelta y que a veces la amiga de mi madre lo traía para que jugasen un rato. Al parecer se enamoró, y estuvo un tiempo tratando de ganar tu corazón. El pobre hacía lo imposible, y aunque creo que en el fondo te gustaba, siempre lo esquivaste. Supongo que, a pesar de que digan que el amor es ciego, su diminuta estatura hacía de esa relación algo incompatible.

Sin embargo, tu gran amor fue ese vagabundo que siempre rondaba nuestra calle, y que al verte en el jardín delantero se acercaba moviéndo la cola. Se te notaba en los ojos la ternura que te provocaba. Estaban separados por una reja, pero el enamorado en cuestión se las arreglaba para entrar cuando no estábamos alrededor. A mamá no le gustaba aquel candidato, supongo que por vago y pulgoso. A ella no le importaba si lo amabas o no. Un día lo descubrió a tu lado y le dijo que no volviera a acercarse nunca más, mientras que a vos no te dejó volver a salir. El perro regresó cuatro o cinco veces, pero al ver que era inútil, dejó de venir.

Una madrugada sentimos unos ruidos extraños. Fuimos al patio y descubrimos que de ese amor prohibido habían surgido ocho hermosos cachorros, todos de diferentes colores. Tengo que decirte que no eras una muy buena madre. Me vienen a la memoria aquellos momentos en que estabas amamantando a tus hijos y de golpe, tras ver volar a alguna mosca, te levantabas a perseguirla. La mayoría caía al piso, mientras que dos o tres quedaban colgando con la esperanza de seguir alimentándose un rato más. Afortunadamente para ellos pronto fueron adoptados.

Así pasaste tus años, entre amores fallidos, una maternidad algo despreocupada y mucho cariño hacia nosotros. Recuerdo que cuando veías a mamá preparando las valijas para algún viaje, sabías que por un tiempo no estaríamos y te ponías bastante melancólica. Tanto que aunque intentáramos por todos los medios levantarte el ánimo, apoyabas la cabeza en el suelo y nos mirabas desde abajo. El momento de nuestro retorno, en cambio, era una fiesta. Apenas oías nuestras voces, detrás de la puerta se escuchaban ladridos de alegría, y cuando nos veías te ponías a saltar y a dar vueltas frenéticamente, y hasta nos dabas algún que otro coletazo fuerte sin darte cuenta.

***

Un domingo te caíste y no pudiste levantarte. Teníamos la esperanza de que lo hicieras, pero se desvaneció en seguida. A los pocos días silenciosamente te fuiste para no volver y, a pesar de la tristeza que produjo tu partida, nos quedamos tranquilos porque sabíamos que te habías ido a donde van todos los perros: al cielo.



martes, 26 de agosto de 2008

Espíritu deportivo



Siempre tuve problemas con el deporte en general. Supongo que pasaba tan desapercibida, que Beatriz, la profesora de gimnasia a quien tuve durante los siete años de primaria, nunca supo mi nombre. "Nena, vení para acá" o "Nena, andá a buscar las pelotas al salón de actos" eran las formas en que esa señora se dirigía a mí. Lo que más me gustaba de las clases de gimnasia era cuando llovía, porque nos íbamos al aula a jugar
ahorcados en el pizarrón compitiendo en varios equipos.

En el secundario las cosas cambiaron. Ahora, al menos, las profesoras sabían cómo me llamaba. "Señorita Romina, su saltó salió nulo otra vez", me dijo una en las prácticas de salto en largo. "Romina, tenés un 2", me dijo otra, cuando no fui capaz de hacer 30 abdominales en 30 segundos.

En cuanto al vóley y al handball la situación era similar. En vóley, era obligatorio muchas veces recibir la pelota con los antebrazos, lo cual casi siempre me generaba un dolor insoportable, como si miles de agujas me traspasaran el brazo al mismo tiempo. Casi me la llevo a diciembre ese año por culpa de eso. Por suerte, Lorena, a quien le iba mejor, me ayudó a entrenarme, y el último día hice lo justo para pasar la materia. Los primeros tiempos en que empezamos a jugar handball, como a mi nunca me gustó eso de andar corriendo de aquí para allá con chicas que eran bastante más fuertes que yo -y bastante más brutas- para agarrar una pelota, decidí quedarme en el arco. Al principio fue bien, pero luego, las del equipo contrario empezaron a rematar con más saña de la habitual, lo cual me provocó algunos golpes en la cara, y lo que fue peor, hizo que mis compañeras me cambiasen por otra que no le tuviese miedo al balón. Después pasó lo de siempre, cuando las profesoras elegían a dos capitanas para los equipos, y éstas tenían que elegir a sus jugadoras, yo siempre quedaba última ya que nadie me quería en su equipo, y lo malo era que durante el partido nadie me pasaba la pelota. Un día, cansada ya de que no se me prestara atención, me senté en el suelo de la cancha. Estuve así unos cinco minutos, hasta que la profesora me vió y, apiadándose de mi, dijo: "Pasenle la pelota a Romina, ella también está jugando." A pesar de que suene increíble, tuve la suerte de aprobar todos los años, por lo que no me fue necesario destinar parte de mis veranos a transpirar entrenando.

Ahora que han pasado unos años de eso, el deporte y yo estamos en tregua, aunque no sé por cuanto tiempo. De a poco me voy animando a jugar a algo tranquilo y relajante como el ping pong y hasta me engancho mirando los juegos olímpicos en la tele. Supongo que eso también es tener espíritu deportivo, aunque sea en un pequeño porcentaje.



viernes, 22 de agosto de 2008

Bicho raro

"Dichosos los normales, esos seres extraños." (Roberto Fernández Retamar, poeta cubano)


Desde la infancia me consideré una especie de bicho raro. La crianza que tuve, supongo, dio como resultado una persona muy tímida, al extremo tal vez. Papá siempre llegaba cansado de su duro trabajo, y mamá siempre tenía que limpiar la casa, por lo que nunca podían salir con mi hermano y conmigo, ni siquiera los fines de semana. A causa de eso mi contacto con otros niños fuera del ámbito escolar era muy pobre. En general, jugaba con mi hermano o con alguna amiguita del cole cuando iba a su casa o venía ella a la mía. Fui creciendo, acompañada de pocos amigos, en la soledad de mi cuarto, en mi casa, con mis cosas.

Ya en el secundario, mis amigas, a quienes añoro muchas veces, también eran de las más tímidas de la división. Sin embargo, con el correr del tiempo me di cuenta de que no encajaba muy bien en ese grupo. La música que les gustaba a ellas, amantes de los cantantes melódicos y de la música latina, no era la misma que me gustaba a mí. Los programas de televisión que miraba tampoco eran del agrado de mis pares. A menudo me decían que escuchaba cosas raras o viejas, que miraba cosas poco interesantes o que no me compraba la ropa de moda. Se burlaban cuando les decía que no me gustaba maquillarme, ir a las discotecas ni transar con cualquier chico más o menos grato a la vista. Cuando proponía ir al cine, por ejemplo, me aclaraban que esa no era una salida de sábado por la noche y nunca pudieron entender mi preferencia por ir a tomar algo a algún pub, para charlar un rato y escuchar música.

Pasada esa etapa de mi adolescencia decidí no hacer nunca más lo que no me gustaba y seguir mis principios. Me consideraban demasiado seria por mis 19 años y un poco extraña. No formaba parte de las personas “normales”, y así me lo hacían sentir, no sólo ellas sino la mayoría de la gente. Tal era la situación que en algún momento empecé a pensar en que seguramente estaba equivocada en mi manera de ser e intenté parecerme a las otras chicas, ser “normal” de una vez por todas. Traté de escuchar a Luis Miguel, mientras dejaba a Lennon de lado. Traté de aprender a bailar, para convencerme más aún de que estoy hecha de roble. Traté de dejar mis cuentos y mis dibujos a un costado, para prestarle atención a una paleta de colores de sombras de ojos y mirar vidrieras de ropa de marca. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero no pude, no me salió la transformación.

Hoy en día sigo disfrutando, con orgullo, de escuchar a Los Beatles; de leer a Tolkien, de ver en la tele un documental sobre la vida de las ardillas en Canadá; de escribir, aunque sean tonterías; y de dibujar, aunque muy bien no me salga. Y todo a pesar de lo que diga la gente, a pesar de ser un bicho raro.


sábado, 16 de agosto de 2008

La marinerita


Cuando estaba en primer grado, e
l juego de moda era “La marinerita”. El mismo consistía en formar dos filas enfrentadas, mientras la marinerita iba de un lado hacia el otro con las manos en la cintura y todos cantaban la siguiente canción:


Yo soy la marinerita,

niña bonita

del regimiento,

que todos los soldados

la saludan al momento.

¡En guardia!, me saludan

y me dicen al pasar:

“Marinerita, niña bonita,

yo me quisiera

casar con vos;

una semana,

de buena gana,

nos casaremos tu y yo.

Al grito de “¡En guardia!” la marinerita se enfrentaba con la persona que le tocaba en suerte, mientras los demás hacían el saludo militar, y luego la tomaba de las manos y se ponían a bailar hasta que terminaba la canción y todo volvía a empezar pasando a ser la marinerita el sujeto elegido anteriormente.

En aquel entonces, la directora del colegio era una señora con cara de bulldog y que al parecer siempre estaba de mal humor. A los más pequeños, sobre todo a los de primero, que acabábamos de salir de la amabilidad del jardín de infantes y recién estábamos entrando al verdadero mundo escolar, sus gritos y sus ojos llenos de furia nos hacían tener bastante miedo. Nunca faltaba algún compañerito que se largaba a llorar ante este tipo de situaciones. Cuando se hallaba presente ninguno se atrevía a mirarla y ni siquiera se escuchaba el ruido de nuestra respiración.

Un día, como era habitual en los recreos, empezamos a jugar a la marinerita. No debíamos ser más de ocho o nueve. De a poco se fueron sumando otros niños y niñas, de diversas edades y hasta alguna que otra maestra. Todos estábamos entonando alegremente aquella melodía, cuando de repente se hizo un silencio y todo el mundo se quedó quieto. Miré hacia un costado y ahí estaba la directora con cara de pocos amigos. Nos ordenó que siguiéramos cantando, y para sorpresa de todos se puso a jugar con nosotros. Al principio lo hicimos con desconfianza, pero al notar que se estaba entreteniendo, nos dejamos llevar por el juego. Tan felices estábamos todos, que de a poco se fueron sumando más y más alumnos y docentes, e incluso las porteras dejaron de limpiar para divertirse con nosotros. No quedó nadie en el establecimiento que no estuviese jugando. Eramos tantos que se hicieron dos filas tan largas que iban de un extremo al otro del patio, con lo cual cansaba un poco tener que ir de aquí para allá saltando y bailando.

Todo fue muy divertido hasta que sonó el timbre que indicaba que el descanso había llegado a su fin. En ese momento la directora volvió a su estado natural de perro y con la mirada llena de ira nos empezó ordenar a voz en cuello que volviéramos a nuestras aulas. De golpe empezamos a correr desesperadamente hacia adentro sin mirar hacia atrás. Todo había vuelto a la normalidad de la rutina escolar y a pesar de que la directora jamás habló de lo sucedido aquella mañana, nunca olvidaremos esa marinerita, la más larga de todos los tiempos.



jueves, 7 de agosto de 2008

Del otro lado del océano (Episodio II: La Romina contraataca)


Eran las cuatro de la mañana cuando bajé del avión. Hacía frío y estaba bastante cansada por el trayecto. Me abrigué con lo que tenía a mano y me subí al micro junto con el resto de los pasajeros. Pasé el control de pasaportes y emprendí el camino hacia la terminal de donde partiría mi vuelo a Barcelona. El aeropuerto era tan grande que tuve que caminar durante unos veinte minutos para encontrar la puerta de embarque. Cuando por fin di con ella, me vi rodeada de gente con trajes, corbatas y zapatos caros. A esas horas sólo viajaban hombres y mujeres de negocios y yo. Aún faltaba una hora y estaba nerviosa.

Traté de calmarme leyendo un libro que tenía en la mochila, pero fue en vano. No podía dejar de pensar en como sería aquella ciudad de la que tantas imágenes había visto en los últimos meses, pero en la que nunca había estado. Me preguntaba cómo sería mi nuevo hogar y la familia y los amigos de Ferran. Pensaba en cómo sería la gente, sus costumbres, y si me agradaría estar ahí.


***

Lo único que recuerdo además del despegue fue el aterrizaje. Me había dormido tan profundamente que no me había dado cuenta de nada de lo que pasó entre medio. Salí un poco atontada y siguiendo unas flechas terminé en el lugar equivocado. Cuando fui a recoger mi equipaje sólo estaba mi maleta, llena hasta casi reventar. De repente me encontré delante de una puerta negra. Estaba sola y, aunque con temor a equivocarme nuevamente, la traspasé. En ese momento vi a Ferran. Solté mis cosas y corrí hacia él. Medio año atrás habíamos estado en una situación similar, pero ahora era yo la que había cruzado el Atlántico. Nos dimos un beso y un abrazo. Cuando sentí esa calidez me di cuenta de que a partir de aquel momento ya no volveríamos a tener ningún océano de distancia.


Per a Ferran, a qui estimo molt.

miércoles, 30 de julio de 2008

Del otro lado del océano (Episodio I: Una nueva esperanza)


Aún estaba oscuro cuando sonó el despertador. Me levanté y me dí cuenta de que hacía mucho frío pero, aunque me hubiera gustado quedarme en la cama, tuve que salir. Mi madre se levantó conmigo, llenandome la cabeza con sus paranoias. Sin embargo, no le presté demasiada atención. Me vestí, desayuné rápidamente y me fui a la parada del 22. Por suerte no estaba tan lleno y pude conseguir un asiento. Tenía que irme hasta Retiro y ahí tomar otro colectivo hacia el aeropuerto. Cuanto más cerca estaba más se incrementaban mis nervios. Lo había visto en fotos, había escuchado su voz y me había gustado, pero personalmente las cosas suelen ser bastante diferentes. Habíamos charlado mucho y coincidimos en que él era responsable de sus actos si algo fallaba.

Cuando llegué a Ezeiza ya había amanecido. Entré y miré hacia todos lados. No lo ví. Caminé de un extremo al otro de la terminal, pero no pude encontrarlo. En ese instante oí mi celular:

-Hola, dónde estás?
-Hola, estoy en el aeropuerto, en la terminal de llegadas.
-Bien, yo estoy en la otra punta.
-Bueno, voy para allá-, dije mientras caminaba con celeridad hacia el lugar indicado.
-Ya te veo.
-¿Dónde estás? Yo no puedo verte-... "porque hoy no me puse los anteojos", pensé.
-Llevas una chaqueta, una bufanda azul y unas botas.

En ese momento lo vi con cara de cansado y con sus pantalones de verano que no eran muy adecuados para los 2º C que hacían afuera. Nos saludamos con un abrazo y luego, medio avergonzado, de su mochila sacó una rosa un tanto maltrecha por el viaje, lo que me pareció un detalle muy dulce de su parte. Me la dió, y con ella me miró a los ojos y me dió un beso.

***

Las dos semanas que iba a estar en Buenos Aires se terminaron transformando en cuatro. A pesar de que todo estuvo bien, el momento de la separación nos trajo dudas sobre si íbamos a volver a vernos pronto y lo que podría pasar en el medio. Todo era complicado, más que nada la distancia. Había encontrado a alguien que se parecía mucho a mí, que compartía mis locuras y con quien disfrutaba mucho hablar. Alguien que me daba una nueva esperanza, aunque estuviera del otro lado del océano.



miércoles, 16 de julio de 2008

Recuerdos pixelados

Un domingo decidimos ir con Ferran al Mercat de Sant Antoni, un lugar en donde se venden, entre otras cosas, libros, películas, revistas y juegos usados. Buscábamos un juego para la Game Boy, y lo encontramos. Aquel videojuego era exactamente igual al que yo jugaba cuando era chica, pero en la pantalla del televisor, creo que por eso lo quería. Ese día estuve toda la tarde entretenida. Este juego me había traído recuerdos de mi infancia, y me hizo rememorar unos cuantos que también disfrutaba. Algunos que se me vienen a la memoria, como el Pac-Man o el Tetris, se iban complicando poco a poco, aunque la base del juego era básicamente la misma. En otros había un personaje que tenía que ir cumpliendo misiones en diferentes niveles, hasta llegar al último, en el que tenía que matar a algún monstruo, o rescatar a alguien para conseguir ganar. Entre éstos se encontraban el Super Mario, el Circus, tal vez el Donkey Kong, Mappy, Ice Climber o el Adventure Island, que tenían tramas más “complicadas” y, de alguna manera , había que hacer que el personaje en cuestión le tire bolas de fuego a tortugas voladoras, haga equilibro sobre pelotas gigantes en un circo, sortee barriles rodantes arrojados por un gorila, recoja todas las cosas de una casa sin ser visto por los gatos que la vigilan, suba a lo alto de una montaña rompiendo el hielo y eliminando pingüinos o vaya por la selva como si fuese Tarzán tirando martillazos a monos y serpientes, recogiendo fruta para ganar tiempo y rompiendo, literalmente, los huevos en el camino.

Me había resultado muy complicado juntar el dinero para comprarme la consola, pero por suerte, después de tanto ahorrar, la tuve en mis manos. Era ovalada, de color rojo y blanco. En la escuela, entre los que teníamos la suerte de poseer aquel dispositivo, se generaban discusiones sobre si cual era la original, la que tenía yo o la cuadradita del mismo color, aunque lamentablemente nunca llegábamos a ninguna conclusión al respecto.

Un día, no hace mucho, descubrí que ninguna de las dos resultaba ser la genuina. Ferran nunca había oído hablar de estas consolas aquí en Europa, aunque sí de los juegos, e investigando en internet descubrimos cual era la verdadera, que era descolorida y cuadrada, sin la gracia de las otras, que resultaron ser un invento pirateado bien nuestro.

Sin embargo, la ilusión que teníamos mi hermano y yo al conectarla cada tarde después de la merienda y jugar un rato sentados en el piso, frente a la tele, pasando el tiempo entre risas y dando saltos en un mundo lleno de hongos y plantas carnívoras; nos hacía felices, sin importarnos demasiado la opinión de los demás.