martes, 2 de septiembre de 2008

Mayra


Llegaste a mi vida cuando tenías cuatro años, aunque ya a esa edad eras toda una adulta. Tus dueños, quienes vivían en la casa contigua, no podían hacerse cargo de vos ya que eras demasiado grande para el lugar al que iban a mudarse. Por eso decidimos tenerte.

Tu primer día en tu nuevo hogar fue un poco duro. La angustia que te invadía hizo que te pasaras toda la noche aullando de pena. A la mañana siguiente empezaste a olfatear todo lo que encontrabas a tu paso, y de a poco fuiste acostumbrándote a esos olores, a esos sonidos y a esas voces que ya no te resultaban tan desconocidas.

Cuando mamá quiso que formes una pareja, a esos perros que te presentaba, tan elegantes, tan esbeltos, tan puros, los despreciabas. Tu indiferencia hacia esos canes hizo que éstos desistieran de conquistarte. En lugar de eso preferías a Quico, un pequinés que vivía a la vuelta y que a veces la amiga de mi madre lo traía para que jugasen un rato. Al parecer se enamoró, y estuvo un tiempo tratando de ganar tu corazón. El pobre hacía lo imposible, y aunque creo que en el fondo te gustaba, siempre lo esquivaste. Supongo que, a pesar de que digan que el amor es ciego, su diminuta estatura hacía de esa relación algo incompatible.

Sin embargo, tu gran amor fue ese vagabundo que siempre rondaba nuestra calle, y que al verte en el jardín delantero se acercaba moviéndo la cola. Se te notaba en los ojos la ternura que te provocaba. Estaban separados por una reja, pero el enamorado en cuestión se las arreglaba para entrar cuando no estábamos alrededor. A mamá no le gustaba aquel candidato, supongo que por vago y pulgoso. A ella no le importaba si lo amabas o no. Un día lo descubrió a tu lado y le dijo que no volviera a acercarse nunca más, mientras que a vos no te dejó volver a salir. El perro regresó cuatro o cinco veces, pero al ver que era inútil, dejó de venir.

Una madrugada sentimos unos ruidos extraños. Fuimos al patio y descubrimos que de ese amor prohibido habían surgido ocho hermosos cachorros, todos de diferentes colores. Tengo que decirte que no eras una muy buena madre. Me vienen a la memoria aquellos momentos en que estabas amamantando a tus hijos y de golpe, tras ver volar a alguna mosca, te levantabas a perseguirla. La mayoría caía al piso, mientras que dos o tres quedaban colgando con la esperanza de seguir alimentándose un rato más. Afortunadamente para ellos pronto fueron adoptados.

Así pasaste tus años, entre amores fallidos, una maternidad algo despreocupada y mucho cariño hacia nosotros. Recuerdo que cuando veías a mamá preparando las valijas para algún viaje, sabías que por un tiempo no estaríamos y te ponías bastante melancólica. Tanto que aunque intentáramos por todos los medios levantarte el ánimo, apoyabas la cabeza en el suelo y nos mirabas desde abajo. El momento de nuestro retorno, en cambio, era una fiesta. Apenas oías nuestras voces, detrás de la puerta se escuchaban ladridos de alegría, y cuando nos veías te ponías a saltar y a dar vueltas frenéticamente, y hasta nos dabas algún que otro coletazo fuerte sin darte cuenta.

***

Un domingo te caíste y no pudiste levantarte. Teníamos la esperanza de que lo hicieras, pero se desvaneció en seguida. A los pocos días silenciosamente te fuiste para no volver y, a pesar de la tristeza que produjo tu partida, nos quedamos tranquilos porque sabíamos que te habías ido a donde van todos los perros: al cielo.



martes, 26 de agosto de 2008

Espíritu deportivo



Siempre tuve problemas con el deporte en general. Supongo que pasaba tan desapercibida, que Beatriz, la profesora de gimnasia a quien tuve durante los siete años de primaria, nunca supo mi nombre. "Nena, vení para acá" o "Nena, andá a buscar las pelotas al salón de actos" eran las formas en que esa señora se dirigía a mí. Lo que más me gustaba de las clases de gimnasia era cuando llovía, porque nos íbamos al aula a jugar
ahorcados en el pizarrón compitiendo en varios equipos.

En el secundario las cosas cambiaron. Ahora, al menos, las profesoras sabían cómo me llamaba. "Señorita Romina, su saltó salió nulo otra vez", me dijo una en las prácticas de salto en largo. "Romina, tenés un 2", me dijo otra, cuando no fui capaz de hacer 30 abdominales en 30 segundos.

En cuanto al vóley y al handball la situación era similar. En vóley, era obligatorio muchas veces recibir la pelota con los antebrazos, lo cual casi siempre me generaba un dolor insoportable, como si miles de agujas me traspasaran el brazo al mismo tiempo. Casi me la llevo a diciembre ese año por culpa de eso. Por suerte, Lorena, a quien le iba mejor, me ayudó a entrenarme, y el último día hice lo justo para pasar la materia. Los primeros tiempos en que empezamos a jugar handball, como a mi nunca me gustó eso de andar corriendo de aquí para allá con chicas que eran bastante más fuertes que yo -y bastante más brutas- para agarrar una pelota, decidí quedarme en el arco. Al principio fue bien, pero luego, las del equipo contrario empezaron a rematar con más saña de la habitual, lo cual me provocó algunos golpes en la cara, y lo que fue peor, hizo que mis compañeras me cambiasen por otra que no le tuviese miedo al balón. Después pasó lo de siempre, cuando las profesoras elegían a dos capitanas para los equipos, y éstas tenían que elegir a sus jugadoras, yo siempre quedaba última ya que nadie me quería en su equipo, y lo malo era que durante el partido nadie me pasaba la pelota. Un día, cansada ya de que no se me prestara atención, me senté en el suelo de la cancha. Estuve así unos cinco minutos, hasta que la profesora me vió y, apiadándose de mi, dijo: "Pasenle la pelota a Romina, ella también está jugando." A pesar de que suene increíble, tuve la suerte de aprobar todos los años, por lo que no me fue necesario destinar parte de mis veranos a transpirar entrenando.

Ahora que han pasado unos años de eso, el deporte y yo estamos en tregua, aunque no sé por cuanto tiempo. De a poco me voy animando a jugar a algo tranquilo y relajante como el ping pong y hasta me engancho mirando los juegos olímpicos en la tele. Supongo que eso también es tener espíritu deportivo, aunque sea en un pequeño porcentaje.



viernes, 22 de agosto de 2008

Bicho raro

"Dichosos los normales, esos seres extraños." (Roberto Fernández Retamar, poeta cubano)


Desde la infancia me consideré una especie de bicho raro. La crianza que tuve, supongo, dio como resultado una persona muy tímida, al extremo tal vez. Papá siempre llegaba cansado de su duro trabajo, y mamá siempre tenía que limpiar la casa, por lo que nunca podían salir con mi hermano y conmigo, ni siquiera los fines de semana. A causa de eso mi contacto con otros niños fuera del ámbito escolar era muy pobre. En general, jugaba con mi hermano o con alguna amiguita del cole cuando iba a su casa o venía ella a la mía. Fui creciendo, acompañada de pocos amigos, en la soledad de mi cuarto, en mi casa, con mis cosas.

Ya en el secundario, mis amigas, a quienes añoro muchas veces, también eran de las más tímidas de la división. Sin embargo, con el correr del tiempo me di cuenta de que no encajaba muy bien en ese grupo. La música que les gustaba a ellas, amantes de los cantantes melódicos y de la música latina, no era la misma que me gustaba a mí. Los programas de televisión que miraba tampoco eran del agrado de mis pares. A menudo me decían que escuchaba cosas raras o viejas, que miraba cosas poco interesantes o que no me compraba la ropa de moda. Se burlaban cuando les decía que no me gustaba maquillarme, ir a las discotecas ni transar con cualquier chico más o menos grato a la vista. Cuando proponía ir al cine, por ejemplo, me aclaraban que esa no era una salida de sábado por la noche y nunca pudieron entender mi preferencia por ir a tomar algo a algún pub, para charlar un rato y escuchar música.

Pasada esa etapa de mi adolescencia decidí no hacer nunca más lo que no me gustaba y seguir mis principios. Me consideraban demasiado seria por mis 19 años y un poco extraña. No formaba parte de las personas “normales”, y así me lo hacían sentir, no sólo ellas sino la mayoría de la gente. Tal era la situación que en algún momento empecé a pensar en que seguramente estaba equivocada en mi manera de ser e intenté parecerme a las otras chicas, ser “normal” de una vez por todas. Traté de escuchar a Luis Miguel, mientras dejaba a Lennon de lado. Traté de aprender a bailar, para convencerme más aún de que estoy hecha de roble. Traté de dejar mis cuentos y mis dibujos a un costado, para prestarle atención a una paleta de colores de sombras de ojos y mirar vidrieras de ropa de marca. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero no pude, no me salió la transformación.

Hoy en día sigo disfrutando, con orgullo, de escuchar a Los Beatles; de leer a Tolkien, de ver en la tele un documental sobre la vida de las ardillas en Canadá; de escribir, aunque sean tonterías; y de dibujar, aunque muy bien no me salga. Y todo a pesar de lo que diga la gente, a pesar de ser un bicho raro.


sábado, 16 de agosto de 2008

La marinerita


Cuando estaba en primer grado, e
l juego de moda era “La marinerita”. El mismo consistía en formar dos filas enfrentadas, mientras la marinerita iba de un lado hacia el otro con las manos en la cintura y todos cantaban la siguiente canción:


Yo soy la marinerita,

niña bonita

del regimiento,

que todos los soldados

la saludan al momento.

¡En guardia!, me saludan

y me dicen al pasar:

“Marinerita, niña bonita,

yo me quisiera

casar con vos;

una semana,

de buena gana,

nos casaremos tu y yo.

Al grito de “¡En guardia!” la marinerita se enfrentaba con la persona que le tocaba en suerte, mientras los demás hacían el saludo militar, y luego la tomaba de las manos y se ponían a bailar hasta que terminaba la canción y todo volvía a empezar pasando a ser la marinerita el sujeto elegido anteriormente.

En aquel entonces, la directora del colegio era una señora con cara de bulldog y que al parecer siempre estaba de mal humor. A los más pequeños, sobre todo a los de primero, que acabábamos de salir de la amabilidad del jardín de infantes y recién estábamos entrando al verdadero mundo escolar, sus gritos y sus ojos llenos de furia nos hacían tener bastante miedo. Nunca faltaba algún compañerito que se largaba a llorar ante este tipo de situaciones. Cuando se hallaba presente ninguno se atrevía a mirarla y ni siquiera se escuchaba el ruido de nuestra respiración.

Un día, como era habitual en los recreos, empezamos a jugar a la marinerita. No debíamos ser más de ocho o nueve. De a poco se fueron sumando otros niños y niñas, de diversas edades y hasta alguna que otra maestra. Todos estábamos entonando alegremente aquella melodía, cuando de repente se hizo un silencio y todo el mundo se quedó quieto. Miré hacia un costado y ahí estaba la directora con cara de pocos amigos. Nos ordenó que siguiéramos cantando, y para sorpresa de todos se puso a jugar con nosotros. Al principio lo hicimos con desconfianza, pero al notar que se estaba entreteniendo, nos dejamos llevar por el juego. Tan felices estábamos todos, que de a poco se fueron sumando más y más alumnos y docentes, e incluso las porteras dejaron de limpiar para divertirse con nosotros. No quedó nadie en el establecimiento que no estuviese jugando. Eramos tantos que se hicieron dos filas tan largas que iban de un extremo al otro del patio, con lo cual cansaba un poco tener que ir de aquí para allá saltando y bailando.

Todo fue muy divertido hasta que sonó el timbre que indicaba que el descanso había llegado a su fin. En ese momento la directora volvió a su estado natural de perro y con la mirada llena de ira nos empezó ordenar a voz en cuello que volviéramos a nuestras aulas. De golpe empezamos a correr desesperadamente hacia adentro sin mirar hacia atrás. Todo había vuelto a la normalidad de la rutina escolar y a pesar de que la directora jamás habló de lo sucedido aquella mañana, nunca olvidaremos esa marinerita, la más larga de todos los tiempos.



jueves, 7 de agosto de 2008

Del otro lado del océano (Episodio II: La Romina contraataca)


Eran las cuatro de la mañana cuando bajé del avión. Hacía frío y estaba bastante cansada por el trayecto. Me abrigué con lo que tenía a mano y me subí al micro junto con el resto de los pasajeros. Pasé el control de pasaportes y emprendí el camino hacia la terminal de donde partiría mi vuelo a Barcelona. El aeropuerto era tan grande que tuve que caminar durante unos veinte minutos para encontrar la puerta de embarque. Cuando por fin di con ella, me vi rodeada de gente con trajes, corbatas y zapatos caros. A esas horas sólo viajaban hombres y mujeres de negocios y yo. Aún faltaba una hora y estaba nerviosa.

Traté de calmarme leyendo un libro que tenía en la mochila, pero fue en vano. No podía dejar de pensar en como sería aquella ciudad de la que tantas imágenes había visto en los últimos meses, pero en la que nunca había estado. Me preguntaba cómo sería mi nuevo hogar y la familia y los amigos de Ferran. Pensaba en cómo sería la gente, sus costumbres, y si me agradaría estar ahí.


***

Lo único que recuerdo además del despegue fue el aterrizaje. Me había dormido tan profundamente que no me había dado cuenta de nada de lo que pasó entre medio. Salí un poco atontada y siguiendo unas flechas terminé en el lugar equivocado. Cuando fui a recoger mi equipaje sólo estaba mi maleta, llena hasta casi reventar. De repente me encontré delante de una puerta negra. Estaba sola y, aunque con temor a equivocarme nuevamente, la traspasé. En ese momento vi a Ferran. Solté mis cosas y corrí hacia él. Medio año atrás habíamos estado en una situación similar, pero ahora era yo la que había cruzado el Atlántico. Nos dimos un beso y un abrazo. Cuando sentí esa calidez me di cuenta de que a partir de aquel momento ya no volveríamos a tener ningún océano de distancia.


Per a Ferran, a qui estimo molt.

miércoles, 30 de julio de 2008

Del otro lado del océano (Episodio I: Una nueva esperanza)


Aún estaba oscuro cuando sonó el despertador. Me levanté y me dí cuenta de que hacía mucho frío pero, aunque me hubiera gustado quedarme en la cama, tuve que salir. Mi madre se levantó conmigo, llenandome la cabeza con sus paranoias. Sin embargo, no le presté demasiada atención. Me vestí, desayuné rápidamente y me fui a la parada del 22. Por suerte no estaba tan lleno y pude conseguir un asiento. Tenía que irme hasta Retiro y ahí tomar otro colectivo hacia el aeropuerto. Cuanto más cerca estaba más se incrementaban mis nervios. Lo había visto en fotos, había escuchado su voz y me había gustado, pero personalmente las cosas suelen ser bastante diferentes. Habíamos charlado mucho y coincidimos en que él era responsable de sus actos si algo fallaba.

Cuando llegué a Ezeiza ya había amanecido. Entré y miré hacia todos lados. No lo ví. Caminé de un extremo al otro de la terminal, pero no pude encontrarlo. En ese instante oí mi celular:

-Hola, dónde estás?
-Hola, estoy en el aeropuerto, en la terminal de llegadas.
-Bien, yo estoy en la otra punta.
-Bueno, voy para allá-, dije mientras caminaba con celeridad hacia el lugar indicado.
-Ya te veo.
-¿Dónde estás? Yo no puedo verte-... "porque hoy no me puse los anteojos", pensé.
-Llevas una chaqueta, una bufanda azul y unas botas.

En ese momento lo vi con cara de cansado y con sus pantalones de verano que no eran muy adecuados para los 2º C que hacían afuera. Nos saludamos con un abrazo y luego, medio avergonzado, de su mochila sacó una rosa un tanto maltrecha por el viaje, lo que me pareció un detalle muy dulce de su parte. Me la dió, y con ella me miró a los ojos y me dió un beso.

***

Las dos semanas que iba a estar en Buenos Aires se terminaron transformando en cuatro. A pesar de que todo estuvo bien, el momento de la separación nos trajo dudas sobre si íbamos a volver a vernos pronto y lo que podría pasar en el medio. Todo era complicado, más que nada la distancia. Había encontrado a alguien que se parecía mucho a mí, que compartía mis locuras y con quien disfrutaba mucho hablar. Alguien que me daba una nueva esperanza, aunque estuviera del otro lado del océano.



miércoles, 16 de julio de 2008

Recuerdos pixelados

Un domingo decidimos ir con Ferran al Mercat de Sant Antoni, un lugar en donde se venden, entre otras cosas, libros, películas, revistas y juegos usados. Buscábamos un juego para la Game Boy, y lo encontramos. Aquel videojuego era exactamente igual al que yo jugaba cuando era chica, pero en la pantalla del televisor, creo que por eso lo quería. Ese día estuve toda la tarde entretenida. Este juego me había traído recuerdos de mi infancia, y me hizo rememorar unos cuantos que también disfrutaba. Algunos que se me vienen a la memoria, como el Pac-Man o el Tetris, se iban complicando poco a poco, aunque la base del juego era básicamente la misma. En otros había un personaje que tenía que ir cumpliendo misiones en diferentes niveles, hasta llegar al último, en el que tenía que matar a algún monstruo, o rescatar a alguien para conseguir ganar. Entre éstos se encontraban el Super Mario, el Circus, tal vez el Donkey Kong, Mappy, Ice Climber o el Adventure Island, que tenían tramas más “complicadas” y, de alguna manera , había que hacer que el personaje en cuestión le tire bolas de fuego a tortugas voladoras, haga equilibro sobre pelotas gigantes en un circo, sortee barriles rodantes arrojados por un gorila, recoja todas las cosas de una casa sin ser visto por los gatos que la vigilan, suba a lo alto de una montaña rompiendo el hielo y eliminando pingüinos o vaya por la selva como si fuese Tarzán tirando martillazos a monos y serpientes, recogiendo fruta para ganar tiempo y rompiendo, literalmente, los huevos en el camino.

Me había resultado muy complicado juntar el dinero para comprarme la consola, pero por suerte, después de tanto ahorrar, la tuve en mis manos. Era ovalada, de color rojo y blanco. En la escuela, entre los que teníamos la suerte de poseer aquel dispositivo, se generaban discusiones sobre si cual era la original, la que tenía yo o la cuadradita del mismo color, aunque lamentablemente nunca llegábamos a ninguna conclusión al respecto.

Un día, no hace mucho, descubrí que ninguna de las dos resultaba ser la genuina. Ferran nunca había oído hablar de estas consolas aquí en Europa, aunque sí de los juegos, e investigando en internet descubrimos cual era la verdadera, que era descolorida y cuadrada, sin la gracia de las otras, que resultaron ser un invento pirateado bien nuestro.

Sin embargo, la ilusión que teníamos mi hermano y yo al conectarla cada tarde después de la merienda y jugar un rato sentados en el piso, frente a la tele, pasando el tiempo entre risas y dando saltos en un mundo lleno de hongos y plantas carnívoras; nos hacía felices, sin importarnos demasiado la opinión de los demás.



miércoles, 9 de julio de 2008

9 de Julio


Era una tarde gélida de invierno, de esas en las que la mayoría de la gente se queda encerrada en sus casas. No obstante, decidimos salir a hacerle frente a las inclemencias del tiempo. Llovía ligeramente y había viento.

"Es una buena tarde para ir al cine", dijimos.

Salimos de casa y nos dirigimos a la parada del colectivo. Para ese momento la garúa se veía más pesada y caía erráticamente sobre nosotros. Con el correr de los minutos el frío empezó a penetrar nuestros abrigos, hasta llegar a nuestros huesos. Esperamos casi media hora y, derrotados, decidimos volver. En el camino de regreso vimos que la extraña llovizna que nos azotaba en forma constante dio paso a algo que se veía un tanto más grande que una gota de lluvia y que no descendía de forma rápida, sino que suavemente se posaba sobre las plantas, los árboles, las casas y sobre nosotros mismos, que éramos los únicos que en ese momento estábamos fuera. Los tres creímos que se trataba de nieve, pero nadie se animó a decirlo por temor al ridículo.

"Es imposible, estamos en Buenos Aires", pensé, aunque en mi rostro y en el de los demás se dibujaba una sonrisa imposible de disimular.

Cuando entramos a casa mi madre, preocupada, nos preguntó el por qué de nuestro retorno.

"Está nevando" le respondimos a coro, pero como era de esperar, no nos creyó. Encendimos el televisor, y efectivamente confirmamos nuestras sospechas. "NIEVA EN BUENOS AIRES" decían los titulares. Inmediatamente salimos a la calle. Nevaba cada vez más copiosamente y los vecinos y los niños del barrio aparecieron para ver aquel espectáculo maravilloso. Mi madre se sacó el pijama, rápidamente se puso la ropa más adecuada que encontró en su armario y salió. Al igual que la mayoría, ella nunca había visto nevar y, como todos los que estábamos presenciando ese fenómeno, tenía un brillo de ilusión en su mirada.

Cada tanto entrábamos a casa para ver el noticiero y enterarnos de lo que sucedía en otras partes de Buenos Aires. La sensación era la misma en todos lados. La alegría se reflejaba en las caras de la gente, las risas eran tan blancas y radiantes como los copos que estaban cayendo sobre las plazas y jardines. Todavía recuerdo la picardía de aquel chico que se puso a tomar sol en traje de baño como si fuera enero y estuviera en la Bristol.

La fiesta siguió hasta el anochecer, momento en el cual la nieve empezó a ser más fuerte, haciendo que todo se viese más claro aún. A nadie parecía importarle el intenso frío. Los grandes jugaban a la par de los niños, lanzándose bolitas o armando figuras de diferentes tamaños y formas. Algunos sacaban fotos y los abuelos sólo miraban desde las ventanas.

***

Al día siguiente salió el sol y la nieve ya se había evaporado. En algunas esquinas se podían ver restos derretidos de lo que horas atrás habían sido muñecos. Todo se había desvanecido, como si hubiese sido un sueño. Sin embargo, los rastros de aquel día seguirán en mi memoria y en la de todo el que haya estado ahí, aquel 9 de julio de 2007, en el que todo el mundo fue feliz, al menos por un día.



jueves, 26 de junio de 2008

Cumpleaños

Es raro festejar mi cumpleaños en un lugar diferente. Acostumbrada al frío de esta época, me vinieron recuerdos del pasado, en los que llegaba a mi casa con la campera, la bufanda y los guantes, muerta de frío, ansiosa por abrir los regalos y recibir las llamadas de familiares y amigos que se acordaban de mí. Se me vinieron a la memoria las tortas que me hacía mi padre cuando todavía vivía. Las llenaba de chocolate, frutillas y crema, como a mí me gustaba. Mamá siempre me preparaba mi comida favorita, y mi hermano me hacía algún pequeño obsequio. Mis abuelos me llamaban desde muy lejos y me saludaban cariñosamente; y mis amigas venían a verme, aunque sea un par de horas, para charlar y estar conmigo.

Hoy todo es diferente. El calor es insoportable, al menos para mí, que prefiero el invierno. Estoy con ropa de verano, en mi casa, bajo el ventilador, en compañía de mi gato, sin saber muy bien qué hacer. Las tortas de mi padre están ausentes, aunque hace algunos años ya que me acostumbré a eso. Las llamadas de mis abuelos tampoco están, tener que marcar tantos números es demasiado complicado para ellos. Las chicas no vendrán a verme esta tarde para tomar mate. A todo eso aún no me adapto.

Al mediodía sonó el teléfono y mi madre, con voz de haberse levantado recién, me dijo:

-¡Feliz cumpleaños, hija!

En aquel momento me dieron ganas de regresar y de estar calentita junto a la estufa con un pulóver puesto. Volver a revivir aquellos cumpleaños llenos de frío, pero también de calor de hogar, rodeada de mi familia, en mi país, en mi lugar.

A la tarde llegó Ferran, que volvió a saludarme por mi aniversario, ya que a la mañana temprano yo estaba demasiado dormida como para prestarle atención. Me dio un gran abrazo y me besó dulcemente. En ese instante me acordé de que aquella era la razón por la que estaba ahí. El amor me había hecho cambiar de continente, irme lejos de mi casa y de mis seres queridos. Por él estoy aquí, y, a pesar de todos mis recuerdos, a pesar de que hoy me gustaría estar en Bernal abrigada hasta las narices, no me arrepiento de estar aquí, aunque haga calor y esté lejos de todo.



viernes, 20 de junio de 2008

Atajos


Si estudiar es un camino, el machete es un atajo (Dicho popular adolescente)


En uno de los posts anteriores describí mi llegada al estrellato estudiantil al final de la escuela primaria. Algunos se habrán pensado que me quemaba las pestañas estudiando, pero no era así. Cuando empecé el colegio secundario, y esto supongo que le habrá sucedido a la mayoría, tenía muchos miedos. Todo era nuevo: los compañeros, la escuela, los docentes. Fue ese año cuando descubrí los machetes. Los primeros años sólo los miraba de fuera, viendo cómo, en tiempos de pruebas, mis compañeros se copiaban, haciendo todo lo posible para pasar de año sin estudiar. Al principio eso me parecía poco ético, aunque más tarde reconocí que tenía un cierto porcentaje de efectividad. Mi primer machete fue muy pequeño. Me había escrito la fórmula del metano en la palma de la mano, que era lo único que no me acordaba.

Hacia la mitad del secundario, me volví más reacia en lo que a estudiar se trataba, y así continuaría hasta el fin de la escuela, ya que había empezado a notar que habían algunas cosas que no me servirían de nada en mi vida posterior. Mis carpetas, siempre tan prolijas, se volvieron un rejunte de papeles llenos de apuntes de todas las materias, y aunque seguía estudiando, ya no lo hacía con las mismas ganas que al principio.

Todos los que estaban en mi grupo de amigos, que a su vez pertenecíamos al grupo de los “traga”, como nos llamaba el resto, también estaban en la misma situación. Lorena, Verónica, Corina, Raquel y Felipe, todos en algún momento, no recuerdo cuando, empezamos a copiarnos, menos Silvina. Ella era la única del grupo que siguió fiel a Domingo Faustino.

En cuarto año tuvimos una profesora de personalidad encantadora, la profesora Figueroa. Era una señora bastante mayor, pero que impartía sus clases de manera muy amena. Se notaba que la enseñanza era lo que más amaba en la vida. Ella nos hacía hacer trabajos prácticos, y sólo nos tomaba una prueba por trimestre. Lo particular es que era la única, y lo fue durante todos mis años como alumna, que nos daba no sólo los temas para estudiar, sino exactamente las consignas de cada uno de los tres temas que hacía. Había que preparar todos, por si acaso. Figueroa permitía sólo tres hojas de carpeta sobre la mesa, además de la de las preguntas. Teniendo todo tan servido, era casi imposible no tentarse. Al principio, creo que la mayoría fuimos cautelosos. Estudiábamos un poco, y el otro poco lo anotábamos en la hoja de atrás, con lo cual sólo nos bastaba levantar un poco la punta de la hoja de las preguntas y ver las respuestas del otro lado. Luego ya empezamos a no estudiar, para depender pura y exclusivamente de nuestras anotaciones. Las técnicas iban mejorando cada vez más. Yo, por ejemplo, el día antes del exámen, me ponía a resumir el texto, y luego lo copiaba en una hoja con letra casi microscópica y transparente, apoyando suavemente el lápiz. Felipe, en cambio, tenía impresora en su casa y copiaba un texto en la computadora, y luego lo imprimía sin tinta. El resultado era un papel lleno de relieves de letras transparentes, incapaz de ser visto por casi nadie. Una genialidad.

Aquel día de octubre estábamos todos un poco nerviosos. La profesora distribuyó el número de temas para cada fila de alumnos. El exámen se desarrollaba en un silencio extremo, sólo se oían los movimientos del papel que hacía cada uno. Pero eso fue demasiado obvio. Figueroa se levantó y se dirigió hacia la fila de nuestro grupo. Levantó el extremo de la hoja de Raquel, que era la primera de la fila, y le descubrió el machete. Siguió con Silvina, que no tenía nada. Luego siguió Lorena, que estaba a mi lado. El problema que tenía la pobre Lorena era que presionaba demasiado el grafito sobre el papel, con lo cual su escritura era de un gris muy oscuro, casi negro. Fue descubierta al instante. Cuando llegó mi turno el corazón me latía con mucha fuerza, y además empecé a transpirar de los nervios. En aquel momento, cuando toda mi familia me consideraba una estudiante excepcional, pude imaginar cómo se enterarían de la noticia, y la decepción que eso les causaría. Lo peor era inevitable. La profesora vería, como en Raquel y en Lorena, las hojas escritas que tenía debajo de las consignas. Vería el trabajo minucioso que me había tomado toda una tarde hacer, en lugar de ponerme a estudiar. Me tomaría de punto y para colmo la teníamos el año que viene.

Figueroa se dirigió hacia mis hojas y yo, resignada, no me resistí. Levantó la primer hoja, miró rápidamente, y siguió de largo. Me quedé temblando. No me había descubierto de milagro. Ni tampoco al resto de los de mi grupo. Siguió controlando y descubrió a varios más. Cuando terminó, se sentó en su silla, sin decir ninguna palabra. Pude ver como una lágrima rodó por su mejilla y cayó luego sobre unos documentos que había en su escritorio. Después se levantó y salió del aula rápidamente. Al día siguiente la preceptora nos comunicó que la profesora Figueroa había renunciado.

Eso provocó en mi algo indescriptible. Jamás podré olvidar aquella mirada vidriosa y llena de amargura. Eso fue lo que hizo que aquella fuera la última vez que me copiaba en clase.




viernes, 13 de junio de 2008

Trotamundos

Recuerdo que desde chica sentí una gran atracción por todo lo que se encontrara muy lejos de mi casa. Me encantaba viajar a otros sitios, distintos a mi entorno. Vivía viajando. Cuando no podía hacerlo de manera física, lo hacía mentalmente. Abría el atlas de la Argentina y me ponía a seguir rutas con el dedo índice. Así fui desde Buenos Aires a La Quiaca y de ahí hasta Ushuaia, pasando por mil lugares, creando en mi cabeza montañas y llanuras, desiertos y playas, ciudades y pueblos.

Con el correr de los años, salí de mi país, y empecé a visitar otros. Me tomé miles de aviones imaginarios y crucé océanos y continentes. Me fuí a Canadá, a Australia, a Venezuela. También conocí parte de Europa y de Asia, y en África hice varios safaris.

En un momento de mi adolescencia, esa etapa de la vida en la que uno es más soñador que en ninguna otra, se me ocurrió irme a vivir a los Estados Unidos cuando fuese más grande. Años más tarde descarté dicho país, y me pareció mejor idea mudarme a alguna nación europea. Mamá me decía que tenía que dejar de fantasear, que nunca podría viajar a esos lugares tan recónditos, ya que para eso hacía falta mucha plata. Y aunque yo sabía que tenía razón, mis ansias de conocer el mundo fueron in crescendo.

Gracias a internet, pude conectarme con gente de otras regiones y conocer un poco cómo eran y cómo vivían. Todas las semanas abría mi casilla de correo electrónico y recibía, con ansias, mails de aquellos amigos virtuales. Sin embargo, el tiempo hizo que dejara eso de lado, y continúe con mi vida “real”, por llamarlo de algún modo. Con la edad me había dado cuenta que era muy complicado viajar y, más aún, vivir en otro país, por lo que me limité a seguir soñando. Y lo seguí haciendo, hasta que el destino de mi vida cambió.

Ahora estoy aquí, escribiendo desde el otro lado del “charco”. Jamás me lo hubiera imaginado, aunque suene contradictorio. Internet, nuevamente, me ayudó a conectarme con otras culturas, con otra gente, y, gracias a eso, tuve la oportunidad de conocer a un ser muy especial. Pero eso ya es otra historia.


lunes, 9 de junio de 2008

El blanquito



Cuando era una niña, los viajes en colectivo me parecían una especie de travesía, y más aún si ibamos a la Capital. Cuando viajábamos sentados, lo disfrutaba mucho, porque iba cómoda y mi mamá siempre me dejaba ir del lado de la ventanilla. Observar el paisaje urbano era, y es aún hoy en día, algo que me atraía muchísimo. Lo malo era cuando nos tocaba ir parados, y peor si era por la mañana temprano. El colectivo lleno de gente, todos apretujados y moviénsose por inercia cada vez que el conductor ponía el pie en el freno, y así durante casi una hora. Eso lo detestaba. Pero bueno, en esa época, los viajes en colectivo sólo eran eso para mí, y no tenía que preocuparme por saber dónde tenía que bajarme o dónde tenía que tomarlo para volver a casa. Sin embargo, esos tiempos duraron lo que un relámpago.

Tuve la suerte, o la desgracia en aquel entonces, de usar ortodoncia, con lo cual mi visita al dentista era muy frecuente. Como el consultorio estaba en el centro, siempre me llevaba mi mamá. El problema fue que ella había conseguido un trabajo, y no podía pedir permiso todas las semanas para llevarme, así que me dijo que la próxima vez que tuviese turno, iría yo sola. Al oir aquellas palabras, el miedo invadió mi ser, y me puse a llorar y a dar patadas al aire como la niña caprichosa que era. ¿Cómo podía ser posible que mi madre, la persona que me cuidaba en todo momento, me dejase abandonada a mi suerte de este modo? Mamá, al ver mi actitud ante esta situación, aplicó sus técnicas de psicología infantil para calmarme:

-Vas a ir igual, te guste o no te guste, ¿entendiste? - me dijo con la mirada seria.

Sí, había entendido perfectamente, no me quedaba otra. Tuve que asumir que iba a embarcarme en un viaje hacia la gran ciudad, hacia un mundo lleno de gente y de lugares desconocidos para mí. Y eso me aterraba. Mamá, que siempre fue muy protectora, también tenía su cuota de miedo, aunque no me lo demostraba.

-Es fácil. Tenés que tomarte el blanquito y bajarte antes de la Casa Rosada. De ahí ya sabés el camino que tenés que seguir -, me dijo.

Aquel jueves por la mañana tenía turno con el odontólogo, y aunque sabía al pie de la letra lo que debía hacer, estaba un poco asustada. Agarré mi mochila, puse los walkman y unos cassettes, y me dirigí hacia la parada del colectivo.

Esperé durante un cuarto de hora hasta que finalmente el blanquito apareció. En realidad era el 159, pero la gente le decía así cariñosamente porque era de color blanco. Subí, saqué mi boleto y me senté en un asiento del lado de la ventanilla. Poco a poco el colectivo se fue llenando.

Luego de haber cruzado el
Riachuelo, decidí no despegar mis ojos de la ventana, no quería pasarme ni bajarme antes de lo debido. Vi el Parque Lezama y la Facultad de Ingeniería. El ómnibus ya estaba casi vacío, cuando de repente, en el horizonte la ví. Era lo que me indicaba que tenía que descender. Toqué timbre, mientras me preguntaba qué estaría haciendo el presidente en aquel edificio tan bonito.

Llegué al consultorio del dentista sin problemas, y en más o menos una hora estaba fuera. Busqué la parada para regresar a mi casa y tomé el colectivo de vuelta. Me sentía muy bien porque todo había salido perfecto. Además, el temor había pasado. Puede que parezca una tontería, pero en aquel momento me sentía la dueña del mundo. Había viajado sola, con 12 años, a la Capital, y eso para mí había sido toda una hazaña. Me senté atrás de todo, esta vez el colectivo estaba prácticamente vacío. Con una sonrisa en mi rostro saqué los auriculares y me puse a escuchar un cassette de Roxette que encontré en la mochila .



miércoles, 4 de junio de 2008

Las edades de mi padre



Mi padre se llamaba Julián, pero pocos sabían ese dato. Es más, la gran mayoría de la gente lo conocía como Julio, que era como lo llamaba mi madre. Supongo que era una especie de metáfora de lo que era él en realidad, una persona
misteriosa. Nunca supe demasiado de él, ni de su pasado, ni siquiera de lo que pensaba de mi hermano o de mí. Lo poco que sé lo fui armando con recortes mentales de cosas que de vez en cuando contaba sobre sí mismo, pero lo que tengo es una especie de collage bastante dudoso.

Uno de los factores que lo hacían tan misterioso, por ejemplo, era su edad. Cuando le preguntaba por eso, se reía, pero desviaba la conversación hacia otro lado y nunca me decía lo que yo necesitaba saber. Una vez, cuando tendría unos 7 u 8 años, acompañé a mi madre a la panadería a comprar una torta para festejar el cumpleaños de mi padre y pregunté:

- Má, ¿cuantos años cumple papá?
- 36.
- ¿Cómo vos?
- Sí.

Como siempre tuve buena memoria, a partir de ese día recordé que ambos tenían la misma edad, y todo me resultó más fácil.

Un par de años más tarde, mi padre había decidido invitar a una pareja de amigos para su aniversario. Eran bastante amables y además muy alegres, y cuando me preguntaban cuanto cumplía mi padre, y yo les decía 38, se reían con ganas. No entendía exactamente muy bien por qué lo hacían, pero pensaba que era una manera de decir "que simpática es la nena" sin palabras.

Un tiempo después surgió algo que me dejó perpleja. Era una mañana de vacaciones de invierno y estaba en mi casa con mi mamá, mi hermano y una vecina que se había cruzado a tomar mate y a contar las últimas novedades del barrio. Yo estaba ahí, desayunando mi té con leche y galletitas, con el pijama aún puesto, y sin meterme en la conversación, pero prestando mucha atención a lo que comentaban. Mis padres siempre nos decían a mí y a mi hermano que no debíamos entrometernos en conversaciones de adultos porque era de mala educación. Sin embargo, no podían prohibirme que escuchase. Hablaron de los vecinos nuevos, de la vieja que tenía el almacén en la esquina, y de la que vivía en la otra cuadra; hasta que llegó el turno de mi padre. Como era un tanto chica, me perdí un gran porcentaje de la charla, pero con la información que pude rescatar deduje que mis padres no tendrían la misma cantidad de años. Tenía que sacarme la duda, no podía quedarme callada en aquel momento, entonces pregunté a mamá si papá tenía su misma edad. Mi madre y la vecina se miraron de manera cómplice, pero sin saber muy bien qué decir. Entonces, en ese instante, la inocencia me jugó una mala pasada, y le dí a mi madre lo que necesitaba para saber qué responder:

- ¿Papá es menor que vos?
- Sí..., tu papá tiene 2 años menos que yo.

Viniendo de una familia bastante prejuiciosa, en la que el hombre, entre otras cosas, debía tener mayor o igual edad que la mujer, y no viceversa, ese hecho me escandalizó. Internamente estaba muy confundida y sin saber la verdadera edad de mi padre. No obstante, me quedé con esa última información.

El tiempo fue transcurriendo tranquilamente, y yo me convertí en una adolescente a punto de cumplir los 15 años. Un día, mi padre me pidió que lo acompañase a un hipermercado que había en Quilmes Oeste, porque teníamos que comprar algunas cosas para mi cumpleaños, que sería en unos pocos días.

Ya en la caja, luego de haber puesto todo en las bolsas, la cajera le preguntó a mi padre si no quería unos cupones para un sorteo de no sé qué electrodoméstico. Mi padre asintió, y me los dió para que los llene porque yo tenía mejor letra. Como era menor, los únicos datos que servirían eran los de mi padre. Empecé por el nombre, puse la dirección, el teléfono, pero el casillero de la fecha de nacimiento estaba incompleto. Tenía el día y el mes, pero me faltaba el año. Hice algunos cálculos mentales, pero mis dudas, que habían estado reprimidas durante tanto tiempo, resurgieron, y no me quedó otra opción que preguntarle el año en el que había nacido. Me lo dijo, pero en un tono tan bajo, que para mí fue inaudible, y tuve que pedirle que me lo repitiera.

- 1936 -, me dijo.

Me quedé helada. La edad que mi padre decía tener eran casi 20 años menos de los que en realidad tenía. En aquel momento todo cobró sentido. Las risas de sus amistades, las miradas cómplices de mi madre y la vecina. Todo el mundo me había estado engañando y riéndose de mí, y lo que es peor aún, en mi propia cara. Y para colmo me enteré de la manera más absurda. Aquella mentira me produjo un asco terrible, me sentí estafada por la gente en quien confiaba, especialmente mi madre y mi padre. No podía creer que con algo tan irrelevante como la edad se pudiese generar una mentira tan horrible.

Cuando me dí cuenta estaba sentada en el asiento delantero del coche, con los ojos llenos de lágrimas de bronca. No emití palabra alguna en todo el viaje de regreso a casa.




sábado, 31 de mayo de 2008

La gran Romina


Recuerdo que cuando iba a la escuela, allá en mi querido y lejano Bernal, el mayor logro que uno podía esperar como alumno era el de, al final de la primaria, ser abanderado; o escolta del abanderado en su defecto. Eso si uno pertenecía al grupo de los llamados "tragalibros", esa gente que se pasa la infancia haciendo la tarea y estudiando para sacarse nueves o dieces y para recibir la felicitación de la maestra. Digamos que yo no era exactamente así, pero que siempre tuve bastante suerte en cuanto a estudiar se trataba. Hacía la tarea a veces con gusto, a veces con desgano, pero la hacía lo mejor posible. Cuando tenía que dar lección de algo del manual, por ejemplo "El aparato digestivo", sólo me bastaba con leerlo y repasarlo un par de veces para que la información me quedara en la memoria, ya que debido a mi precoz interés por la lectura siempre me ponía a leer los capítulos del libro del colegio que me parecían más interesantes antes de que la maestra los diera en clase.

Resulta que cuando llegué a séptimo grado y con mis 12 años recién cumplidos, allá a mediados de los '90, aquel sueño de todo buen estudiante se me cumplió. La fecha era importantísima, tenía que ser abanderada en el acto del 9 de julio, día de la Independencia Argentina. No podría haber sido mejor. Mi madre y mi hermano, en ese entonces un niño de 8 años, me verían allí, en aquel lugar privilegiado, y se sentirían orgullosos de mí.

Finalmente llegó el momento. Llegué a la escuela más temprano de lo normal, abrigada hasta las narices con bufandas y pulóveres que me había obligado a poner mi mamá. Apenas se asomaba el sol y, a pesar del intenso frío, se vislumbraba que sería un día muy bueno.

En unos pocos minutos empezaron a llegar los primeros espectadores, niños con sus padres, hermanos y abuelos; y junto con ellos aparecieron mis nervios.

De un momento a otro mi hermano se fue con sus compañeros, y mi madre entró al salón de actos para buscar una buena ubicación; mientras yo quedaba a merced de la maestra que me daba indicaciones expresas de cómo sostener la bandera y de cómo debía ser mi postura para demostrar mi patriotismo y la honra que me producía estar ahí.

En un instante me prepararon. Me pusieron la banda, de un terciopelo muy suave, y me dieron la bandera, de una tela delicada y tersa, con un sol bordado con hilos dorados que destacaba en la franja blanca como el sol en el cielo, el asta de una madera muy brillante y en el extremo superior, un adorno metálico. Así como lo cuento, todo parece perfecto, pero había un problema. A pesar de tener 12 años, era bastante delgada, una de las más pequeñas de la clase; y la bandera que yo tenía que sostener me resultaba un tanto pesada y difícil de llevar.

La directora empezó a hablar en el salón de actos, mientras yo y los dos escoltas que iban a mi lado esperábamos afuera para entrar. En aquel momento me carcomían los nervios y me hubiera gustado salir corriendo, pero la señal de "... y ahora damos paso a la bandera de ceremonias..." ya había sido dada.

Recordé las indicaciones de mi maestra, erguí mi espalda, puse la bandera en alto y crucé la puerta. Creo que nadie había hecho demasiados cálculos, y yo no iba a imaginarme que aquello podía pasar. La puerta era demasiado baja para entrar con la bandera en alto, y la punta de ésta chocó con la parte de arriba de la puerta e hizo un ruido que destacó en medio del silencio. Luego de eso una lluvia de carcajadas del alumnado inundó la sala y provocó en mí una vergüenza terrible.

En la escuela se acordaron durante mucho tiempo de ese día, e incluso se hacían bromas a los abanderados de futuros actos escolares, -"Tené cuidado, no vaya a ser que hagas la "gran Romina"-, decían.
Eso me daba mucha bronca, pero si me enojaba era peor, por ende opté por resignarme y aceptar las burlas.

Por suerte ese fue el último año de primaria.




martes, 27 de mayo de 2008

¡Hola!


Estoy sola, y, sin embargo, oigo voces. No entiendo lo que dicen, son lejanas, una especie de murmullos. Miro a mi alrededor, pero no puedo ver nada, todo está oscuro. Siento, además, un ruido constante. Me asusta un poco, no sé lo que es, pero al mismo tiempo me reconforta estar aquí. Estoy aquí desde que tengo uso de razón, y, tengo que admitirlo, me gusta. A pesar de las voces y de aquel sonido constante que invade todo el lugar, me siento feliz aquí. Puedo hacer lo que me plazca, y además el ambiente es tibio y húmedo.

De repente, justo en lo mejor de una siesta, siento un ligero temblor que me despierta. Abro mis ojos, aunque es inútil, no veo absolutamente nada. La oscuridad es lo único que veo. Me tranquilizo, y vuelvo a cerrar mis ojos. Otra vez, un nuevo temblor, esta vez más fuerte, no me deja dormir. Empiezo a sentir miedo. Estoy completamente sola, quiero gritar y no puedo. Estoy paralizada. Los temblores siguen, ahora son muchos, y bastante más bruscos. A lo lejos veo un hilo de luz. No entiendo nada. Siento que una fuerza externa a mí me dirije hacia la luz. Quiero llegar, y al mismo tiempo me es difícil atravesar ese túnel, pero la fuerza sobrenatural sigue llevándome hacia allí. Me acerco más y más, quiero ver que hay ahí, y sin embargo tengo pánico. Pero ya es inevitable, estoy cerca, muy cerca...

Una luminosidad excesiva me enceguece, no puedo ver nada, me cuesta demasiado, hay demasiada luz. No sé dónde estoy, estoy perdida, y además, tengo frío, mucho frío. Quiero volver atrás, pero ya es demasiado tarde. Tengo miedo, y me largo a llorar desconsoladamente. Pero mientras estoy llorando oigo una voz, esta vez muy nítida, y que dice algo así como:
- Señora, la felicito. Tuvo usted una nena.-